La libertad religiosa es el alma de todos los demás derechos
Revistaecclesia
29/12/10
El mensaje del Papa Benedicto XVI para la 44 Jornada Mundial de Oración por la Paz es la reflexión más completa, más hermosa y más interpeladora que se ha escrito sobre la libertad religiosa desde el decreto conciliar Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II.
Es una obligada hoja de ruta, una magnífica brújula para fundamentar, defender y fomentar un derecho que es el «alma» de todos los demás derechos humanos, su «sagrario», que dijera el Papa Juan Pablo II. Porque la libertad religiosa no es un derecho opcional, no es una libertad condicional, no es una prerrogativa que conceden graciosamente y a su arbitrio los Estados, no es un derecho menor o con minusvalías, ni algo que solo se puede tolerar... Es un derecho esencial de todos y para todos, que concierne, obliga y engrandece a todos.
«La libertad religiosa –recuerda el Papa en su citado mensaje (ver páginas 24 a 29)- está en el origen de la libertad moral». «Una libertad enemiga o indiferente con respecto a Dios termina por negarse a sí misma y no garantiza el pleno respeto del otro». «La libertad religiosa es un bien esencial: toda persona ha de poder ejercer libremente el derecho a profesar y manifestar, individualmente o comunitariamente, la propia religión o fe, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, las publicaciones, el culto o la observancia de los ritos». Y es que «la libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los creyentes, sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre. Es un indicador para verificar el respeto de todos los demás derechos humanos».
La libertad religiosa, en efecto, no va contra nadie ni topa contra la debida neutralidad del Estado en materia de confesionalidad religiosa. La libertad religiosa no es una amenaza a la pluralidad ni a la modernidad. La libertad religiosa va a favor de todos. Es el clamor de la justicia y de la inviolable dignidad de la persona. Es el garante de los demás derechos. Es el motor del progreso y del desarrollo integral. Es camino inexcusable para la paz, el arma auténtica y no violenta para la paz «con una misión histórica y profética». La libertad religiosa «valoriza y hace fructificar las más profundas cualidades y potencialidades de la persona humana, capaces de cambiar y mejorar el mundo y de alimentar la esperanza en un futuro de justicia y paz, también ante las graves injusticias y miserias materiales y morales».
Y si esto es así, que lo es y radicalmente, ¿cómo explicar y entender, máxime en un mundo que se cree haber alcanzado las más altas cuotas de progreso en los derechos y en las libertades, que unos trescientos cincuenta millones de ciudadanos vean, según grados y lugares, restringido, violentado perseguido y hasta cercenado este derecho fundamental y sagrado. Y son precisamente los cristianos –el cristianismo ha sido y es la religión que más ha promovido y promueve los derechos humanos– los creyentes que atraviesan mayores obstáculos en el ejercicio de la libertad religiosa.
La persecución religiosa es abierta –con idas y venidas, con episodios más cruentos y épocas menos virulentas– en países de Oriente Próximo como Iraq, Pakistán y algunos otros de matriz islamista. Lo es también, en otra proporción en Oriente Lejano, como ya narrábamos la pasada semana a propósito de la asfixia del Gobierno chino a la Iglesia. En América Latina, por ejemplo, peligra la integridad del derecho a la libertad religiosa y a su ejercicio completo a través de regímenes de todos conocidos, bien enclavados en el más rancio de los marxismos. Y también en el libre y autocomplacido Occidente la libertad religiosa se condiciona y dificulta con formas más sofisticadas de hostilidad contra la religión, renegando de sus raíces históricas y de sus símbolos religiosos y con legislaciones abiertamente contrarias a la ley natural y a la ley de Dios.
Por todo ello, el mensaje del Papa para la Jornada Mundial de este 1 de enero no puede ser más oportuno y necesario. Porque con la libertad religiosa –lo hemos dicho ya muchas veces– no se juega, porque de lo contrario nos jugamos las demás libertades y derechos.
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