La sacralidad de la vida humana Cardenal Joseph Ratzinger
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1. El problema de las amenazas a la vida humana *
A) Fundamentos bíblicos
Para hacer frente adecuadamente al problema de las amenazas contra la vida humana y para encontrar el modo más eficaz de defenderla contra ellas, debemos ante todo verificar los componentes esenciales, positivos y negativos, del debate antropológico actual.
El dato esencial del que hay que partir es y sigue siendo la visión bfblica del hombre, formulada ejemplarmente en los relatos de la creación. La Biblia define con dos trazos el ser humano, su esencia, que precede la historia y no se pierde nunca en ella:
1. El hombre es creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26); el segundo relato de la creación expresa la misma idea diciendo que el hombre, tomado del polvo, lleva en sí el soplo divino de la vida. El hombre se caracteriza por su relación inmediata con Dios, propia de su ser; el hombre es «capax Dei» y por eso está bajo la protección personal de Dios, es algo «sagrado»: «Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo Él al hombre» (Gn 9, 6). Ésta es una sentencia apodíctica del derecho divino que no tolera excepciones: la vida humana es intocable porque es propiedad divina1 '.
2. Todos los hombres son un sólo hombre porque provienen de un único padre, Adán, y de una única madre, Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20). Esta unicidad del género humano, que implica la igualdad, los mismos derechos fundamentales para todos, es solemnemente repetida y re-inculcada después del diluvio. Para afirmar nuevamente el origen común de todos los hombres, el capitulo 10 del Génesis describe ampliamente el origen en Noé de toda la humanidad: «Estos tres fueron los hijos de Noé, y a partir de ellos se pobló toda la tierra» (Gn 9, 19).
Los dos aspectos, dignidad del ser humano y unicidad de su origen y destino, encuentran confirmación definitiva en la figura del segundo Adán, Cristo: el Hijo de Dios ha muerto por todos, para reunir a todos en la salvación definitiva de la filiación divina. Aparece así con la máxima claridad la común dignidad de todos los hombres: «Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28).
Este anuncio bíblico, idéntico de la primera a la última página, es el bastión de la dignidad y de los derechos humanos: es la gran herencia de auténtico humanismo confiada a la Iglesia, cuyo deber es encarnar dicho anuncio en todas las culturas, en todos los sistemas sociales y constitucionales.
B) La dialéctica de la época moderna
La historia de la modernidad se presenta hoy como historia de la libertad. En efecto, sólo la modernidad ha comprendido claramente la idea de los derechos del hombre, derechos que le corresponden por su misma esencia y son previos a toda legislación positiva. Las cuestiones jurídicas y morales que surgen en el contraste con las culturas no cristianas en el momento del descubrimiento del nuevo mundo, supusieron una primera dificultad a la hora de explicar esos derechos «naturales» que corresponden al hombre por el simple hecho de serlo, independientemente de la sociedad en que vive o del hecho de si está bautizado o no: es siempre una creatura del único Dios; también con la herida producida por el pecado original sigue siendo sujeto de derechos que hay que respetar en atención al Creador. La luchas confesionales de la modernidad, la disolución de la unidad de la fe en el mundo cristiano y la formación de iglesias libres que limitaron la iglesia de estado, llevaron por otro camino a cuestionar las fronteras del poder estatal, los derechos del individuo frente a los del Estado.
Se puede percibir así en la sociedad moderna un progresivo crecimiento de la conciencia de la libertad, que repercute concretamente en la formación de crecientes ámbitos individuales de libertad. La abolición de la esclavitud, que sólo en la temprana modernidad ha vivido su momento de mayor crueldad, tuvo lugar poco a poco. Tras las terribles guerras de religión aumentaron lentamente los ámbitos de tolerancia. Con el progreso del pensamiento democrático la idea de la igualdad universal pudo encontrar lenta traducción, también en la realidad estatal; la relación entre dominadores y sometidos cambió lentamente en colaboración en una común responsabilidad con papeles diferentes.
Estos desarrollos positivos de la modernidad son innegables y no pueden ser empequeñecidos: particularmente en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo y en el Decreto sobre libertad religiosa, el concilio Vaticano II ha aceptado con plena conciencia la herencia positiva de la modernidad. Por otra parte, un testigo tan insospechable como Th. Adorno se ha referido con razón a la «dialéctica de la modernidad»: la radicalización de ideas y conceptos que tienen en sí un límite interno, puede llevar a su desaparición; la extrema liberación puede transformarse en esclavitud. El peligro interno de la historia moderna de la libertad se reconoce en su mismo concepto de libertad. El principio del problema se puede encontrar ya en la famosa definición kantiana de la Ilustración: «La Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad... ¡Atrévete a saber! ¡Ten el coraje de servirte de tu propia razón! es la divisa de la Ilustración»2 .
En sí mismo no hay nada que objetar a esto; en efecto, el hombre tiene necesidad de este coraje. Pero en esas palabras se puede ya reconocer el individualismo de la razón particular, que habría de convertirse en un peligro: la razón del individuo se desliga de los grandes contextos vitales de la tradición; se convierte en una instancia cerrada en sí misma, que al final ya no encuentra el acceso a la verdad común. Esta individualización de la razón corre pareja con una creciente individualización del concepto de libertad: libertad es el derecho del individuo frente al Estado. Está a la vista que la libertad sólo puede consistir en un trenzado de libertades que se sostienen mutuamente. Si se afirman sólo los derechos individuales frente al todo, éste se disuelve y entonces desaparecen de nuevo las libertades individuales: la anarquía no es la forma perfecta de libertad, sino su radical destrucción. Hoy nos vamos acercando progresivamente a este punto. Los documentos preparatorios de El Cairo han mostrado de una manera terrible cómo han desaparecido todos los vínculos comunes radicados en la naturaleza del hombre y que le son necesarios, y cómo el mundo se construye alrededor del yo aislado con sus exigencias. Este yo que sólo conoce derechos y ningún deber, ningún ordenamiento que lo preceda, es una construcción artificialmente inventada: el hombre es otra cosa. Ha sido creado como un ser-con, y la libertad consiste precisamente en la recta ordenación de este ser-con.
El desarrollo social va siempre estrechamente ligado al desarrollo del concepto de razón. La individualización de la razón de que acabamos de hablar, ha presentado siempre como carencia de libertad la dependencia del hombre de la verdad y del bien. Ya no existe ni lo verdadero ni lo bueno; lo que es fundamento y fin de la libertad aparece como impedimento de la libertad.
Como consecuencia, ya no se ve la libertad como tendencia hacia el bien, tal como descubre la razón ayudada por la comunidad y la tradición, sino que se define más bien como una emancipación de todos los condicionamientos que impiden a cada uno el seguir la propia razón. Se define como libertad de indiferencia.
La constitución de Weimar, es decir, la de la primera República alemana del 11 de agosto de 1919, representa un ejemplo evidente de cómo la radicalización de la idea de libertad y de tolerancia con una actitud relativista frente a todo valor firme, prepara la interna desaparación de la libertad. Esta constitución habla, sí, de derechos fundamentales, pero situándolos en un contexto de indiferentismo frente a los valores y de relativismo, que a los legisladores parecía una consecuencia necesaria de la tolerancia y, por lo tanto, como algo obligatorio. Pero precisamente esta absolutización de la tolerancia hasta llegar al relativismo total relativizó también los derechos fundamentales de tal manera que el régimen nazista no encontró ningún motivo para tener que quitar estos artículos, cuyo fundamento era demasiado débil y ambiguo como para ofrecer una protección segura contra su acción destructora de los derechos humanos.
Si el desarrollo de la legislación moderna es sobre todo un desarrollo para la creación de espacios cada vez mayores de libertad, la inversión de este desarrollo mediante la radicalización de las libertades individuales choca con lo que, cada vez más en las legislaciones, se pone como fundamento de la libertad colectiva: ya no son simplemente teóricos de la filosofía del Estado los que extienden el derecho individual a la libertad hasta el derecho a dar muerte a los débiles y nonatos. Desde el momento en que estados y organizaciones internacionales garantizan el aborto o la eutanasia, votan leyes que los autorizan y ponen sus medios a disposición de quienes los llevan a cabo, la legislación misma es arrastrada por la presión de tales movimientos intelectuales, y de ese modo una legislación de libertad se convierte en la destrucción legal de los derechos fundamentales del hombre.
C) Los motivos de la oposición a la vida
Si hoy podemos observar una movilización de fuerzas en defensa de la vida humana en los diversos movimientos «pro vida», una movilización estimulante y que permite abrigar esperanzas, tenemos no obstante que reconocer francamente que hasta ahora el movimiento contrario es más fuerte: la extensión de legislaciones y de prácticas que destruyen voluntariamente la vida humana, sobre todo la vida de los más débiles, los niños que todavía no han nacido3 .
¿Por qué esta victoria de una legislación o de una praxis antihumana precisamente en el momento en que la idea de los derechos humanos parecía haber obtenido un reconocimiento universal e incondicional? ¿Por qué hay también cristianos, incluso personas de elevada formación moral, que piensan que la normativa sobre la vida humana podría y debería entrar en el juego de los necesarios compromisos de la vida política? ¿Por qué no son ya capaces de ver los límites insuperables de toda legislación digna de tal nombre, el punto en el que un «derecho» se convierte en injusticia y crimen?
1. En un primer nivel de nuestra reflexión me parece que se pueden señalar dos motivos, tras los cuales se esconden seguramente otros. Uno se refleja en la postura de quienes afirman la necesaria separación entre las convicciones éticas personales y el ámbito político en el que se formulan las leyes: aquí el único valor que habría que respetar sería el de la total libertad de elección de cada uno, según las propias opiniones privadas.
En un mundo en el que toda convicción moral carece de referencia común a la verdad, dicha convicción no tiene más valor que el de la opinión, y sería expresión de intolerancia querer imponerla a los demás mediante leyes, limitando de ese modo su libertad. En la imposibilidad de fundamentarse en un punto de referencia objetivo común, la vida social se debería concebir como resultado de un compromiso de intereses con el fin de garantizar a cada cual el máximo posible de libertad. Pero en realidad, allí donde el criterio decisivo de reconocimiento de los derechos es la mayoría, allí donde el derecho a expresar la propia libertad puede prevalecer sobre el derecho de una minoría que no tiene voz, allí la fuerza se ha convertido en el criterio de derecho.
Esto resulta tanto más evidente y dramáticamente grave cuando, en nombre de la libertad de quien tiene poder y voz, se niega el derecho fundamental a la vida de quienes no tienen la posibilidad de hacerse oír. En realidad, toda comunidad política, para subsistir, debe reconocer al menos un mínimo de derechos objetivamente fundados, no concordados mediante convenciones sociales, sino previos a toda reglamentación política del derecho. La misma Declaración universal de los derechos humanos, firmada por casi todos los países del mundo en el 1948 después de la terrible prueba de la segunda guerra mundial, expresa plenamente, hasta en su título, la conciencia de que los derechos humanos (de los que el fundamental es precisamente el derecho a la vida) pertenecen al hombre por naturaleza, que el Estado los reconoce pero no confiere, que corresponden a todos los hombres en cuanto tales y no por razón de características secundarias que otros tendrían el derecho de determinar a su arbitrio.
Se entiende entonces cómo un Estado que se arrogue el derecho de definir qué seres humanos son o no sujetos de derechos, y que, en consecuencia, reconozca a algunos el poder de violar el derecho fundamental de otros a la vida, contradice el ideal democrático, que sin embargo sigue invocando, y mina las mismas bases sobre las que se sostiene. En efecto, aceptando que se violen los derechos del más débil, acepta al mismo tiempo que el derecho de la fuerza prevalezca sobre la fuerza del derecho. Se comprende así que la idea de una tolerancia absoluta de la libertad de elección destruye el fundamento mismo de una convivencia justa entre los hombres. La separación de la política de todo contenido natural del derecho, patrimonio inalienable de la conciencia moral de cada uno, priva a la vida social de su sustancia ética y la deja indefensa frente al arbitrio de los más fuertes.
Uno se puede preguntar cuándo comienza a existir la persona, sujeto de derechos fundamentales que deben ser respetados de manera absoluta. Si no se trata de una concesión social, sino más bien de un reconocimiento, también los criterios para determinarlo deben ser objetivos. Ahora bien, como ha confirmado Donum vitae, I, 1, la ciencia genética moderna demuestra que «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una vida nueva que no es la del padre o la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por su cuenta». Ha mostrado «cómo desde el primer momento está fijado el programa de lo que será este viviente: un hombre, este hombre-individuo con sus notas características ya bien determinadas. Desde la fecundación inicia la aventura de una vida humana: cada una de sus grandes capacidades exige tiempo para disponerse a la acción». Las recientes adquisiciones de la biología humana reconocen que «en el cigoto que deriva de la fecundación se ha constituido ya la identidad biológica de un nuevo individuo humano». Si ningún dato experimental puede bastar por sí mismo para reconocer un alma espiritual, sin embargo, las conclusiones de la ciencia sobre el embrión humano dan una indicación preciosa para distinguir racionalmente una presencia personal a partir de este primer momento en que comparece una vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser una persona humana? Frente a esta pregunta, el Magisterio aunque no se ha comprometido con una afirmación de índole filosófica, ha enseñado sin embargo de manera constante que desde el primer momento de su existencia se debe garantizar al fruto de la generación humana el respeto incondicionado debido moralmente al ser humano en su totalidad corporal y espiritual. «El ser humano debe ser respetado y tratado como una persona desde su concepción y, por lo tanto, desde aquel mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, entre los cuales, sobre todo el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida».
2. Me parece que el segundo motivo que explica la difusión de una mentalidad de oposición a la vida va unido a la concepción misma de la moralidad, hoy ampliamente extendida. Con frecuencia, una idea meramente formal de conciencia se asocia con una visión individualista de la libertad, entendida como derecho absoluto de auto-determinación sobre la base de las propias convicciones. Dicha idea ya no hunde sus raíces en la concepción clásica de la conciencia moral, en la que, como dice el concilio Vaticano II, resuena una ley que el hombre no se da a sí mismo, sino que debe obedecer; una voz que lo llama siempre a amar, a hacer el bien y a huir del mal, y que, cuando es necesario, dice con claridad al corazón: haz esto, evita esto otro (cfr. Gaudium et spes, 16). En esta concepción, propia de toda la tradición cristiana, la conciencia es la capacidad de abrirse a la llamada de la verdad objetiva, universal e igual para todos, que todos pueden y deben buscar. Ella no es aislamiento, sino, al contrario, comunión: «cum scire» en la verdad sobre el bien que une a todos los hombres en lo íntimo de su naturaleza espiritual. En esta relación con la verdad objetiva y común es donde la conciencia encuentra su justificación y su dignidad; relación que debe ser cuidadosamente garantizada mediante una formación permanente que, para el cristiano, lleva espontáneamente consigo un «sentir con la Iglesia», y, por lo tanto, una intrínseca referencia al Magisterio auténtico de la Iglesia.
Por el contrario, en esa innovativa concepción la conciencia se desengancha de su relación constitutiva con la verdad moral y se reduce a simple condición formal de la moralidad. Su sugerencia: «haz el bien y evita el mal» no tendría ninguna referencia necesaria y universal a la verdad sobre el bien, sino que sólo diría relación a la bondad de la intención subjetiva. La calificación moral de los contenidos concretos de la acción dependería, por el contrario, de la autocomprensión del individuo, determinada siempre cultural y circunstancialmente. De este modo la conciencia no es más que la subjetividad elevada a criterio último de la acción. La idea fundamental cristiana de que no hay ninguna instancia que se pueda oponer a la conciencia no tiene ya el significado original e irrenunciable según el cual la verdad no puede imponerse más que por sí misma, es decir, en la interioridad personal; resulta más bien una deificación de la subjetividad, de la que la conciencia es oráculo infalible que no puede ser cuestionada por nada ni por nadie.
D) Las dimensiones antropológicas del desafio
1. Pero es necesario ahondar todavía más en la identificación de las raíces de esta oposición a la vida. Así, en un segundo nivel, reflexionando en los términos de un planteamiento más personalista, encontramos una dimensión antropológica sobre la que es necesario detenerse anque sólo sea brevemente.
Se señala aquí un nuevo dualismo que se afirma cada vez más en la cultura occidental y hacia el que convergen algunos de los rasgos que caracterizan su mentalidad: el individualismo, el materialismo, el utilitarismo, la ideología hedonista de la realización de sí mismos por sí mismos. En efecto, el sujeto no percibe ya espontáneamente el cuerpo como la forma concreta de todas sus realizaciones en relación con Dios, los demás y el mundo, como el factor que lo introduce en un universo en construcción, en una conversación en curso, en una historia rica de sentido en la que no puede participar positivamente si no es aceptando sus reglas y lenguaje. El cuerpo aparece más bien como un instrumento al servicio de un proyecto de bienestar, elaborado y ejecutado por la razón técnica, que calcula cómo podrá obtener el mayor provecho.
De ese modo, la sexualidad misma es despersonalizada e instrumentalizada. Aparece como una simple ocasión de placer y no como la realización del don de sí, ni como la expresión de un amor que, en la medida en que es verdadero, acoge íntegramente al otro y se abre a la riqueza de vida de la que es portador: a su hijo, que será también el propio hijo. Los dos significados, unitivo y procreador, del acto sexual son separados. La unión se empobrece, mientras que la fecundidad se lleva a la esfera del cálculo racional: «el niño, sí, pero cuando y como yo lo quiero».
Resulta así claro que ese dualismo entre razón técnica y cuerpo-objeto permite que al hombre le pase por alto el misterio del ser. En realidad, el nacimiento y la muerte, la aparición y desaparición de una persona, la llegada y la disolución del «yo» remiten directamente el sujeto a la cuestión de su propio sentido y de su propia existencia. Quizá para huir de esta pregunta angustiosa es por lo que se intenta asegurar el dominio más completo posible sobre estos dos momentos clave de la vida y por lo que se busca colocarlos en la esfera del hacer. De esa manera se engaña uno pensando que el hombre se posee a sí mismo gozando de una libertad absoluta, que el hombre pueda ser fabricado según un cálculo que no deja nada a la incertidumbre, al acaso, al misterio.
2. Un mundo que asume opciones de eficacia tan absolutas, que ratifica hasta tal punto la lógica utilitarística, que, más aún, concibe la libertad como un derecho absoluto del individuo y la conciencia como una instancia subjetivística completamente aislada, tiende necesariamente a empobrecer todas las relaciones humanas, hasta acabar considerándolas como relaciones de fuerza y no reconociendo al ser humano más débil el puesto que se le debe. Desde este punto de vista, la ideología utilitarista camina en la misma dirección que la mentalidad «machista», y el «feminismo» aparece como una legítima reacción ante la instrumentalización de la mujer.
Sin embargo, muy frecuentemente el así llamado «feminismo» se basa en los mismos presupuestos utilitaristas del «machismo» y, lejos de liberar a la mujer, colabora más bien a hacerla sierva.
Cuando, en la línea del dualismo antes evocado, la mujer reniega el propio cuerpo considerándolo simple objeto al servicio de una estrategia de conquista de la felicidad mediante la realización de sí, reniega también de su femineidad, la manera propiamente femenina del don de sí y de la acogida del otro, de la que la maternidad es la señal más típica y la realización más concreta4 . Cuando la mujer se pone de parte del amor libre y llega a reinvidicar el derecho al aborto, contribuye a reforzar una concepción de la relaciones humanas según la cual la dignidad de cada uno depende, a los ojos del otro, de lo que puede dar. En todo esto la mujer toma posición contra la propia femineidad y contra los valores de los que ésta es portadora: la acogida de la vida, la disponibilidad para con el más débil, la entrega sin condiciones a quien necesita de ella. Un auténtico feminismo que trabaje por la promoción de la mujer en su verdad integral y por la liberación de todas las mujeres, trabajaría también por la promoción del hombre entero y por la liberación de todos los seres humanos. Lucharía, en efecto, para que se reconozca a la persona la dignidad que le corresponde por el simple hecho de existir, de haber sido querida y creada por Dios, y no por su utilidad, fuerza, belleza, inteligencia, riqueza o salud. Se esforzaría por promover una antropología que valore la esencia de la persona como hecha para el don de sí y para la acogida del otro, de quien el cuerpo, masculino o femenino, es signo e instrumento.
Y precisamente desarrollando una antropología que presenta al hombre en su integridad personal y relacional, es como se puede responder a la difusa argumentación según la cual el mejor medio para luchar contra el aborto sería promover la anticoncepción. Todos hemos escuchado dirigir este reproche a la Iglesia: «Es absurdo que queráis prohibir a la vez la anticoncepción y el aborto. Impedir el acceso a la primera hace inevitable el segundo». La encíclica Evangelium vitae ofrece un análisis profundo de este problema. El documento del Papa aclara sobre todo el diverso género moral de las dos actitudes: «anticoncepción y aborto, desde el punto de vista moral, son males específicamente diversos:... la primera se opone a la virtud de la castidad matrimonial, el segundo se opone a la virtud de la justicia y viola directamente el precepto divino 'no matarás'» (13). A esta diferencia de género moral, que el Magisterio y la teología han afirmado siempre, la encíclica añade una segunda distinción de gran importancia, hasta ahora poco notada. El Papa reconoce el hecho de que «muchos recurren a los anticonceptivos también con la intención de evitar sucesivamente la tentación del aborto» ( 13). Tal intención, que puede estar en la base del acto anticonceptivo singular, hay que distinguirla de la mentalidad «anticonceptiva». «Los disvalores de tal mentalidad -bien diversa del ejercicio responsable de la paternidad y de la maternidad- son tales que hacen más fuerte» la tentación del aborto. No obstante pues, la diversa naturaleza y el diverso peso moral de la anticoncepción y del aborto «están muy frecuentemente en íntima relación, como frutos de una misma planta». Un concepto egoístico de libertad «ve en la procreación un obstáculo al despliegue de la propia personalidad. La vida que podría nacer del encuentro sexual se convierte en el enemigo que hay que evitar absolutamente, y el aborto en la única respuesta posible que resuelve las cosas en el caso de una anticoncepción fallida (13)5 .
En la mentalidad anticonceptiva no se trata, en efecto, de asumir una gestión responsable y digna de la propia fecundidad en función de un proyecto generoso, abierto siempre a la eventual acogida de una vida nueva imprevista.
Se trata más bien de asegurarse un dominio completo de la procreación, que rechaza hasta la idea de un hijo no programado. Entendida en estos términos, la anti-concepción conduce necesariamente al aborto como «solución de reserva». No se puede reforzar la mentalidad anticonceptiva sin hacerlo contemporáneamente con la ideología que la sostiene y, por lo tanto, sin alentar implícitamente el aborto. Por el contrario, si se desarrolla la idea de que el hombre no se encuentra a sí mismo si no es en el don generoso de sí y en la acogida incondicional del otro por la simple razón de su existencia, el aborto aparecerá cada vez más como un crimen absurdo.
Una antropología de corte individualístico conduce, como hemos visto, a considerar inaccesible la verdad objetiva, la libertad como arbitraria, la conciencia como una instancia cerrada en sí misma; no sólo orienta a la mujer a odiar a los hombres, sino también al odio de sí misma y de la propia femineidad, sobre todo, de la propia maternidad. Más en general, tal antropología orienta al ser humano al odio de sí. Se desprecia a sí mismo, no está de acuerdo con Dios que había encontrado «cosa muy buena» la criatura humana (Gn 1, 31). Al contrario, una corriente no despreciable del pensamiento actual ve en el hombre el gran destructor del mundo, un producto infeliz de la evolución. En realidad, el hombre que no tiene ya acceso al infinito, a Dios, es un ser contradictorio, un producto fallido. Se revela aquí la lógica del pecado: el hombre, queriendo ser como Dios, busca la independencia absoluta. Para ser autosuficiente debe independizarse, emanciparse incluso del amor que es siempre un don libre, que no se produce ni se hace. Pero haciéndose independiente del amor, el hombre se separa de la verdadera riqueza de su ser, se vacía, y se hace inevitable la oposición al propio ser. «Ser hombre no es una cosa buena»; la lógica de la muerte pertenece a la lógica del pecado. Queda abierta la vía hacia el aborto, la eutanasia y el abuso de los más débiles.
Resumiendo podemos decir: la raíz última del odio y de todos los ataques contra la vida humana es la pérdida de Dios. Cuando Dios desaparece, desaparece también la dignidad absoluta de la vida humana. La sacralidad intocable de la persona humana se revela a la luz de la creación del hombre como imagen y semejanza de Dios. Sólo esta dimensión divina garantiza la plena dignidad de la persona humana. Por eso, una argumentación puramente vitalista, como la vemos frecuentemente aplicada (en el sentido, por ejemplo, de A. Schweitzer), puede ser un primer paso, pero es insuficiente y no llega al fin que se pretende. En la lucha por la vida, el tema «Dios» es indispensable. Sólo así aparece el fundamento metafísico de la dignidad humana, el valor de la vida débil, de las personas disminuidas físicamente, no productivas, de los enfermos sin esperanza de cura, etc.; sólo así se puede aprender de nuevo y redescubrir el valor del sufrimiento: la cruz de Cristo sigue siendo la más grande lección sobre la dignidad humana; nuestra salvación tiene su origen no en el hacer, sino en el sufrimiento del Hijo de Dios, y quien no sabe sufrir no sabe tampoco vivir.
E) Posibles respuestas al desafío de nuestro tiempo
¿Qué hacer en esta situación para responder al desafío que acabamos de describir? Lo esencial es, sin duda, una nueva formación de la conciencia de los cristianos por lo que concierne a la responsabilidad política y social de la fe. Sólo la revolución cultural puesta en marcha en los últimos sesenta años y que ha transformado básicamente la estructura espiritual del mundo «occidental», ha destruido el consenso ético mínimo fundado sobre el cristianismo que hasta ahora había vencido todas las revoluciones espirituales. Solamente las dos grandes ideologías totalitarias del siglo -nacionalsocialismo y marxismo- se habían ya distanciado de él y habían licenciado la intangibilidad de la criatura humana, imagen de Dios, en favor de sus fines ideológicos «más altos», del nuevo hombre que había que crear y del nuevo mundo que había que construir. El fracaso del nacionalsocialismo y sus horrores han actuado sobre todo como premonición y han confirmado una vez más los irrenunciables valores éticos de la tradición cristiana.
Pero desde 1968 este dique ha ido progresivamente desapareciendo. ¿Es una casualidad que haya sido ese el año en el que comenzó la marcha triunfal de la píldora y con ella una revolución sexual sin paralelo histórico: la separación radical entre procreación y sexualidad? La indisolubilidad del matrimonio había ya retrocedido desde el ámbito común de la sociedad al particular de la Iglesia (de ese modo la Iglesia católica se aislaba cada vez más en este punto incluso de las Iglesias cristianas). Pero la legislación divorcista fue estrictamente una especie de necesaria concesión a la «dureza de corazón» del hombre, que para el estado «laicista» era indispensable. Dicha legislación remitía, no obstante, a la fidelidad de por vida como lo más adecuado a la naturaleza del matrimonio. Ahora la legislación se hacía cada vez más relajada y el matrimonio se concebía según el modelo de un contrato revocable. Entonces se puso en marcha la ola de la legislación abortiva, aunque apoyándose sobre todo en la idea de que de esa manera se evitaban los abortos clandestinos: la regulación legal del aborto combatiría este peligro más eficazmente que su prohibición, inevitablemente irrealística. Hoy apenas se escucha ya este argumento; en su lugar, el aborto se exige cada vez más como un derecho de la libertad de la mujer. Entre tanto sigue avanzando la disolución del matrimonio: en amplios círculos se trabaja por identificarlo con otras comunidades de vida, incluso con las uniones de homosexuales, con lo que se pone en marcha su desaparición como ordenamiento social fundamental. Sobrevienen finalmente las nuevas posibilidades de la medicina: el hombre puede ser producido «en probeta»; lo que se puede producir, se puede tambien tomar de nuevo: los fetos «sobrantes» son inevitablemente hombres «sobrantes». ¿Por qué no se debería aprovechar el material así obtenido si puede servir para altos fines terapéuticos? En esta situación, los cristianos pueden caer en dos actitudes falsas contrapuestas. De una parte, puede surgir la tentación de la huida hacia soluciones minimizantes negando la seriedad del fenómeno, la radicalidad del cambio. El temor del gueto puede inducir a una ideología de acomodación en la que desaparece la presencia de los cristianos en el mundo. De la otra, amenaza la resignación, la retirada a lo que es sólo propio de los cristianos, razonando que estos no pueden imponer su ethos a los demás; en democracia sólo lo que es opinión de la mayoría se puede convertir en derecho. Este principio sólo es verdad en parte; si se absolutiza, equivale a la disolución del concepto de derecho. Hay un derecho y una injusticia que son objetivos; una legislación que quiera establecer realmente el derecho se debe orientar al derecho que reside en la naturaleza del hombre. Pero es cierto que el derecho puede ser desconocido, que las sociedades pueden ser ciegas al derecho en amplios ámbitos. Pensemos en la ceguera de la sociedad «cristiana» en el tiempo del primer colonialismo frente al problema de la esclavitud; pensemos en la ceguera que, bajo la presión propagandística de los ideólogos, se extendió en la Alemania nacionalsocialista y en los estados gobernados marxísticamente. Por eso, los cristianos no pueden abandonar sin más la sociedad a sí misma: tienen el deber de luchar porque sean reconocidos los derechos fundamentales, que son el presupuesto de la verdadera legalidad; tienen el deber de luchar por un «derecho justo».
Ésta es una tarea que corresponde a todos los cristianos: Papa, obispos, sacerdotes, religiosos, laicos con sus diversas competencias; sólo con un trabajo común se puede realizar adecuadamente este servicio al derecho, este servicio al hombre. El Papa, con las encíclicas Veritatis splendor y Evangelium vitae ha elaborado una carta magna para esa tarea que debe constituir la base de los esfuerzos comunes. Es importante tener siempre presentes los dos aspectos: es irrenunciable analizar los desarrollos negativos y llamar por su nombre con toda claridad los peligros que nos amenazan. Pero es sobre todo importante que del mensaje moral de la fe no aparezca sólo el «No». La fe cristiana es por esencia un grande y radical «Sí»; lo que en ella se presenta como «no» es tan sólo defensa del «sí» contra la negación de la vida que se camufla como derecho de la libertad, cuando en realidad es camino de muerte.
Brevemente. Contra todas las ideologías y políticas de muerte, se trata de presentar lo esencial de la Buena Noticia: más allá de todo sufrimiento, Cristo ha abierto la vía a la acción de la gracia en favor de la vida humana y de la vida divina. Más importante que cualquier documento es que todos los predicadores del mundo anuncien de manera coherente y convencida el Evangelio de la vida, para reconstruir la evidencia y la alegría de la fe y para ofrecer a los creyentes las razones de nuestra esperanza ( I Pe 3, 15), que pueden convencer también a los no creyentes.
2. «No matar»:
Introducción al capitulo 3 de Evangelium vitae
El tercer capítulo de la encíclica Evangelium vitae es una exposición del mandamiento de Dios «no matar» en el contexto de nuestro tiempo. Si los otros capítulos son de naturaleza más pastoral, éste es un texto teológico en el que el Papa presenta la enseñanza de la fe que señala el camino a toda acción pastoral. En el capítulo se pueden distinguir tres grandes ámbitos temáticos. En primer lugar se trata de reelaborar el significado del quinto mandamiento en el conjunto del mensaje de la fe. Se ilustran después sus imperativos éticos concretos y se proponen, en fin, sus consecuencias para la ética política.
¿Cómo se sitúa la prohibición de dar muerte en el marco general del mensaje bíblico? El Papa muestra una doble coordenada histórica del texto. El quinto mandamiento es sobre todo un elemento constitutivo de la alianza del Sinaí: pertenece a la alianza. Es expresión de la atención que Dios reserva al hombre, a quien muestra la vía de la vida. Este núcleo central de la antigua alianza, guía para ser verdaderamente hombres, sigue siendo válido también en el Nuevo Testamento. A la pregunta por la vida eterna, el Señor responde como primera cosa al joven rico: «No matarás», mandamiento al que siguen los otros de la segunda tabla del Decálogo. El Sinaí remite hacia adelante a Cristo, pero remite también hacia atrás a la más antigua historia de la humanidad. La intangibilidad y la sacralidad de la vida humana es el núcleo central de la alianza con Noé, es decir, de aquella alianza universal que abraza toda la humanidad. Con la historia de la alianza con Noé la Biblia quiere decir que Dios no pertenece sólo a un pueblo y a una historia, sino que es el Dios de todos. Por mucha oscuridad sobre Dios que exista en el mundo, Dios no se ha retirado nunca del todo en la región de lo incognoscible, no ha desaparecido nunca totalmente de la memoria del hombre. Hay una parte fundamental del conocimiento de Dios y del autoconocimiento humano que no puede ser totalmente borrada de nuestro corazón. En realidad, la conciencia de la santidad de la vida humana, de la que no podemos disponer libremente, sino que se nos da como un don que hay que custodiar fielmente, es algo que pertenece a la herencia moral de la humanidad. Esta conciencia no tiene en todas partes la misma pureza y profundidad, pero en su sustancia no se ha perdido nunca del todo. Estamos aquí en presencia de lo que Dios ha inscrito en el corazón de todo hombre (Rm 2, 15). Aquí coinciden ética de la fe y ética de la razón; la fe no hace sino despertar la razón que duerme o está cansada. En este punto no se le añade nada extraño desde fuera, sino que es llamada simplemente a sí misma.
El Papa retoma esta idea en la conclusión del tercer capítulo. Vuelve una vez más al carácter esencialmente racional del mandamiento y muestra a la vez cómo la razón puede aquí progresar y qué amplio espacio de conocimiento creador se abre a partir del mandamiento. Cita un pasaje de San Agustín: el no a la violencia, a la muerte del otro, es el primer y fundamental acto de la libertad humana. Con este «no» el hombre levanta su cabeza hacia la vía justa; inicia así la dignidad humana (n. 75). A partir de este «no», en el que el hombre ejercita la libertad y se hace libre, se abre un campo inmenso al «sí», las amplias capacidades creativas del amor, del servicio a la vida. No matar, detenerse delante del hombre creado a imagen de Dios es el comienzo del amor al prójimo. La palabra del Sinaí se desarrolla en el mandamiento del amor y remite a la comunión con Cristo, que no quita la vida, sino que da la suya por los demás, oponiendo así a la espiral destructiva del homicidio y de la violencia la nueva ley del don y del sacrificio, que abre un nuevo ordenamiento de la vida y del mundo. El «no» es el presupuesto del «sí»; el «no» tiene valor absoluta, mientras que el «sí» incluye las infinitas posibilidades del amor.
El «no» tiene valor absoluto y sin excepciones, decíamos. Contra esto surge inmediatamente una objeción: la Iglesia (como ya en el Antiguo Testamento) ha considerado siempre como cosa lícita la legítima defensa, aun cuando comporte la muerte del otro; no se ha opuesto a la pena de muerte. ¿Qué debemos pensar entonces de la ausencia de excepciones? Con relación a esto el Papa precisa en tres solemnes afirmaciones el contenido del «no». La primera y fundamental se encuentra en el n. 57: «... con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus sucesores, en comunión con los obispos de la Iglesia católica, confirmo que la muerte directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral». Con este pronunciamiento el Papa no dice ninguna cosa nueva; confirma lo que la Escritura, la Tradición y el Magisterio dicen y lo que la razón puede ver, porque está escrito en el corazón de todo hombre. Lo que ha afirmado es tanto una verdad de fe como una convicción de la razón. Dos precisiones han sido introducidas en el pronunciamiento magisterial del Papa respecto al simple tenor de las palabras esenciales del 5° mandamiento «no matar». La primera se refiere al acto moral o inmoral en cuanto tal. Inmoral es la occisión directa y voluntaria. La segunda precisión se refiere al objeto: quien da muerte a un ser humano inocente es culpable. Por lo demás, esta precisión se contiene indirectamente en el texto veterotestamentario, en cuanto que para la occisión excluida por el mandamiento se utiliza un verbo diferente del que se usa en los pasajes en que se trata de la legítima defensa y de la pena de muerte. La prohibición de dar muerte de la que habla el Decálogo presupone, por tanto, el acto voluntario libre y la directa orientación de dicho acto a la occisión. Se refiere al ser humano inocente. Con esta precisión, esencial para el mandamiento, la prohibición tiene un valor absoluto y sin excepciones. La defensa contra el injusto agresor no es una excepción, sino un acto de un género esencialmente diverso. En realidad, el injusto agresor no es inocente; desprecia y pisotea la sagrada intangibilidad del ser humano: el mandamiento debe ser defendido contra él. También la pena de muerte ha encontrado su justificación a partir de este concepto fundamental de la defensa de la dignidad del ser humano y de los derechos del hombre contra su conculcamiento. En la encíclica el Papa no excluye que pueda darse una situación en la que el orden público y la seguridad del individuo no puedan ser defendidas de otra manera. Pero sus reservas en relación con la pena de muerte son todavía más fuertes que las que aparecen en el Catecismo. A las precisas condiciones que allí se exponen, añade ahora dos indicaciones: tanto en la sociedad como en la Iglesia existe «una tendencia que pide una aplicación muy limitada y, mejor aún, una total abolición». Afirmación que se repite otra vez cuando el Papa dice un poco más adelante: «Hoy... estos casos son muy raros, si no, incluso, prácticamente inexistentes» (56).
Con estas distinciones se aclara el sentido y el valor absoluto del mandamiento. En los números 62 y 65 habla el Papa de manera autoritativa de dos casos concretos de aplicación de la prohibición de matar, hoy de grandísima actualidad: aborto y eutanasia. Muestra cómo en ambos casos no se enuncia ningún nuevo mandamiento o enseñanza, sino que se aplica únicamente el claro contenido del 5° mandamiento. Se apoya de nuevo en la Escritura, la Tradición y el Magisterio, así como, en el caso del aborto, en la gran consulta a todos los obispos del mundo con ocasión del Consistorio de 1991. Afirma que también en este caso coinciden aquí la ley de la fe y la ley de la razón y se expresa con esta fórmula: «...Declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, constituye siempre un desorden moral grave» (n. 62). Nadie puede dudar de que el niño aún no nacido pertenece a la categoría de los inocentes. Ni ataca ni amenaza a nadie. Se pone en duda, sin embargo, que se le pueda definir desde el inicio como un ser humano en el pleno sentido de la palabra. Para esta cuestión, el Papa propone dos tipos de argumentación que están estrechamente unidos. Ante todo invoca un dato adquirido por la ciencia biológica moderna: «desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre o la madre» (60). A este dato, que hoy no se discute, se opone sin embargo desde muchos círculos el que el embrión inicial posee ciertamente una individualidad genética, pero no una identidad multicelular, y por tanto en sentido ontogenético se podría calificar el embrión inicial como pre-individuo. Con otras palabras, habría que distinguir la individualidad genética e individualidada personal; sólo cuando exista un organismo humano viable, sería posible ser también persona. El documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre el don de la vida , que el Papa retoma en su encíclica, fue escrito teniendo conciencia de dichos razonamientos, pero veía ahí una mezcla de ciencia biológica y de filosofía en la que se desconoce la unidad de alma y cuerpo del ser humano y se da lugar a un razonamiento en última instancia arbitrario sobre la relación entre corporeidad, individuo y ser personal.
Frente a ello, el documento no había intentado al respecto ulteriores especulaciones sobre la relación entre individuación y personalización, pero había formulado con una pregunta el misterio de su relación interior y de su unidad interna: «¿cómo un individuo humano podría no ser una persona humana?» (60). En definitiva, toda separación entre individuo y persona en el ser humano es arbitraria, un juego entre filosofía y ciencia natural sin un real valor cognoscitivo. Aquí interviene el segundo argumento de la encíclica con el que el Papa supera el juego de las hipótesis con la observación indiscutible desde el punto de vista racional: «bastaría la mera probabilidad de encontrarse de frente a una persona para justificar la más neta prohibición de toda intervención dirigida a suprimir el embrión humano» (60).
De creciente actualidad es el segundo caso de aplicación del 5° mandamiento sobre el que el Papa se expresa con autoridad: «...confirmo que la eutanasia es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada moralmente inaceptable de una persona humana». Esta afirmación va precedida de cuidadosas distinciones, con cuya ayuda el Papa define con precisión el concepto de eutanasia moralmente ilícita. En efecto, el desarrollo de la medicina moderna amenaza con conducir a una alternativa fatal: o se degrada la vida humana adoptando todas las posibilidades técnicas para alargar la vida hasta el absurdo, o bien se decide cuándo la vida ya no es digna de ser vivida y entonces se la apaga. En ambos casos el hombre se hace señor de la vida y de la muerte. En la medida en que se trata de adueñarse del poder sobre la vida y la muerte, cae en la tentación del Edén: llegar a ser como Dios (66). Al respecto, la encíclica afirma que el encarnizamiento terapéutico, cuyo horror constituye la principal objeción en favor de la eutanasia, no es de ningún modo una obligación moral. Por encarnizamiento terapéutico el Santo Padre entiende «intervenciones médicas que no son adecuadas a la situación real del enfermo porque no guardan relación con las resultados esperados» (65). Renunciar a las mismas no es ni suicidio ni eutanasia, sino «aceptación de la condición humana» (65). También los remedios contra el dolor son obviamente admitidos; permanece el límite: «no se debe privar al moribundo de la conciencia de sí sin grave motivo» (65). Lo que en este texto dice el Papa sobre el sentido del dolor, debería ser atentamente meditado en una sociedad que, huyendo del dolor con aturdimientos de todo tipo, corre el peligro de perder la capacidad de compadecerse. Algo, sin embargo, completamente diverso de la renuncia a las intervenciones médicas extremas y sin sentido es la autodeterminación del momento de la muerte, la cual es o suicidio -hoy frecuentemente bajo la forma de suicidio asistido (66)- o simplemente homicidio. Cuando el ser humano decide por su cuenta qué vida humana es digna de ser vivida, va más allá del límite señalado por el 5° mandamiento, que constituye exactamente el confín entre humanidad y barbarie. La libertad de matar es la puerta de entrada de la no libertad, porque es la eliminación de la dignidad humana y del derecho humano.
Debemos, en fin, dedicarnos todavía a la tercera parte de nuestro capítulo, es decir, a la cuestión: ¿qué consecuencias tiene todo esto para el estado de derecho y para la legislación civil? El Papa se enfrenta aquí atentamente con la extendida opinión según la cual «el ordenamiento jurídico de una sociedad se debería limitar a registrar y aceptar las convicciones de la mayoría». Puesto que no todos reconocerán la verdad como tal, al político no le quedaría otro criterio sino la decisión de la mayoría (69). Sólo un relativismo semejante garantizaría libertad y tolerancia, mientras que obstinarse en normas morales objetivas llevaría al autoritarismo y a la intolerancia (70).
Con agudas consideraciones muestra el Papa la contradicción interna de dicha posición, la cual no puede dejar de conducir a la crisis y anulación de la democracia como valor moral. En primer lugar se da una contradicción en la comprensión misma de la conciencia. Mientras los individuos pretenden para sí plena autonomía moral, al político se le impone dejar de lado su propia convicción de conciencia y someterse al criterio de la opinión de la mayoría. La legislación democrática cae en el compromiso de un equilibrio entre intereses opuestos en el que prevalece frecuentemente el derecho del más fuerte (70). Cuando ya no subyace un criterio moral que vincula a todos, la aplicación absoluta del principio de la mayoría se puede fácilmente convertir en tiranía, que, en el caso del aborto, se dirige precisamente contra los más débiles. «...No se puede mitificar la democracia hasta convertirla en un sucedáneo de la moralidad...». «...EI valor de la democracia se mantiene o desaparece al mismo tiempo que los valores que encarna...». Estos valores fundamentales, que la democracia debe presuponer para ser una institución moral de la sociedad humana, son: «la dignidad de toda persona humana, el respeto de sus derechos intangibles..., así como la asunción del 'bien común' como fin y criterio regulador» (70).
Estas afirmaciones fundamentales sobre las condiciones esenciales de un estado de derecho conducen a una conclusión práctica. Las leyes que contradicen los valores centrales no son justicia, regulan más bien la injusticia; no tienen carácter alguno de derecho. En relación con ellas uno no está obligado a obedecer; todavía más, se les debe oponer la objeción de conciencia (73). Para garantizar al menos un mínimo moral, el Estado debe conceder «a los médicos, a los operadores sanitarios y a los responsables de los hospitales el derecho a negarse a participar en la fase consultiva, preparatoria y ejecutiva de actos contra la vida...». «Quien recurre a la objeción de conciencia debe quedar a salvo no sólo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano penal, disciplinar, económico y profesional» (74).
En este contexto, el Papa toca también otro problema muy discutido de moral política: ¿cómo debe comportarse un diputado, que se guía por las normas de la fe bíblica y por los valores humanos fundamentales que ésta pone de relieve, cuando aparece una posibilidad de mejorar esencialmente una ley sobre el aborto extremadamente injusta, pero no existe la posibilidad de encontrar una mayoría para excluir totalmente el matar de forma voluntaria y directa a los niños por nacer? Para ser fiel a su convicción de conciencia, ¿debe rechazar la ley que mejora las cosas, que de todas maneras convierte la injusticia en justicia, haciéndose así cómplice de quienes quieren ulteriormente sancionar la actual injusticia? ¿Se pueden hacer compromisos cuando se trata de la elección entre el bien y el mal? El Papa dice al respecto: es fundamental que el diputado no deje lugar a dudas sobre su absoluta oposición personal al aborto, y que tal actitud se ponga en claro, también públicamente, de manera inequívoca. Con tales condiciones, el parlamentario puede aprobar propuestas cuyo fin declarado sea el de «limitar los daños... y disminuir los efectos negativos» (73). Nunca ciertamente puede dar su voto para que la injusticia sea declarada justicia.
En esta encíclica el Papa se demuestra un gran maestro no sólo de la cristiandad, sino de la humanidad, en un momento en el que se necesita un nuevo empuje moral para oponerse a la creciente ola de violencia y de envilecimiento del hombre. Ante este texto no puede uno refugiarse en discusiones formalísticas sobre qué cosa, cuándo y dónde, o con qué autoridad se nos enseña esto. Este texto habla con la altura de su contenido, con su profundidad y anchura humana. Afronta problemas que nos tocan a todos y ante los que nadie se puede esconder. Es de desear que este mensaje sea acogido en toda la seriedad de su contenido y en la altura de su humanidad, y contribuya a una reflexión común más allá de toda línea divisoria. Nos interesa a todos, pues afecta a nuestra salvación en el tiempo y en la eternidad.
3. ¿Reproducción o creación?
Cuestiones teológicas sobre el origen de la vida humana *
A) «Reproducción» y «procreación» El problema filosófico de las dos terminologías ¿Qué es el hombre? Esta pregunta, que quizá suena un poco demasiado filosófica, ha entrado en un nuevo estadio desde el momento en que es posible «fabricar» el hombre, o mejor -según la terminología técnica-, reproducirlo «in vitro». Este nuevo poder que el hombre se ha conquistado ha dado lugar por sí mismo a un nuevo lenguaje. Hasta ahora el origen del hombre se expresaba mediante los conceptos de «generación» y «concepción»; en las lenguas románicas existe además la palabra «procreación», la cual remite al Creador a quien en última instancia se debe la existencia de todo hombre. Ahora parece que, en su lugar, el término «reproducción» describe de modo más preciso la transmisión de la vida humana.
Las dos terminologías no se excluyen necesariamente entre sí; cada una de ellas corresponde a un modo distinto de ver las cosas y, en consecuencia, presta atención a diferentes aspectos de la realidad. Pero el lenguaje se dirige inevitablemente al todo; difícilmente se puede negar que en la confrontación de los términos se evidencian problemas más fundamentales; resuenan aquí, en efecto, dos concepciones diversas del hombre, dos modos diferentes de interpretar la realidad. Intentemos comprender el nuevo lenguaje en primer lugar a partir de sus mismas raíces inmanentes a la ciencia, para afrontar con la debida cautela un problema tan amplio. El término «reproducción» indica el proceso de formación de un nuevo ser humano partiendo de los conocimientos de la biología acerca de las propiedades de los organismos vivientes: a estos, en efecto, a diferencia de los artefactos, les es propia la característica de poderse «reproducir».
Jacques Monod, por ejemplo, habla de tres precisas características de un ser viviente: una teleonomía propia, una morfogénesis autónoma y un modo constante de reproducción6 . Insiste particularmente en esta constancia: un código genético dado se «reproduce» siempre sin cambios; cada nuevo individuo es una exacta repetición del mismo «mensaje»7 . «Reproducción» expresa, pues, en primer lugar la identidad genética: el individuo «reproduce» sólo y siempre lo que es común; en segundo lugar, dicho término remite también al carácter mecánico con que tiene lugar esa reproducción. Este proceso se puede describir con precisión. Jérôme Lejeune ha expresado sintéticamente lo que en la «reproducción» humana resulta esencial desde el punto de vista científico: «Los niños están establemente unidos a sus padres mediante un lazo material, la larga molécula de DNA en la que está escrita toda la información genética en un invariable lenguaje en miniatura. En la cabeza de un espermatozoide hay un metro de DNA, dividido en 23 trozos. Cada uno de ellos se encuentra cuidadosamente plegado en forma de espiral para formar pequeños bastoncitos, bien visibles con un microscopio corriente: los cromosomas... Apenas se han unido los 23 cromosomas paternos aportados por el espermatozoide y los 23 cromosomas maternos del óvulo, se encuentra ya reunida toda la información necesaria y suficiente para determinar la constitución genética del nuevo ser humano»8 .
La «reproducción» de la especie humana se realiza mediante la unión de dos cintas de información; así, al menos, se puede decir de manera más bien sumaria. La corrección de esta descripción está fuera de toda duda, pero ¿es también exhaustiva? Aquí se imponen inmediatamente dos preguntas: el ser así reproducido, ¿es sólo otro individuo, un ejemplar reproducido de la especie «hombre», o es algo más: una persona, es decir, un ser que si, de una parte, representa sin variantes lo que es común en la especie humana, es de otra algo nuevo, original, no reproducible, con una singularidad que va más allá de la simple individuación de una esencia común? Y si es así, ¿de dónde viene esa singularidad? Con esta cuestión se relaciona la segunda pregunta: ¿de qué manera llegan a encontrarse las dos cintas de información? Esta pregunta, aparentemente hasta casi demasiado simple, se ha convertido hoy en el punto de la crucial decisión en el que no sólo se separan las teorías sobre el hombre, sino donde la praxis encarna las teorías dándoles todo su rigor. Como se ha dicho, la respuesta parece la cosa más sencilla del mundo: las dos series de informaciones que se completan recíprocamente se encuentran mediante la unión del hombre y de la mujer al convertirse -en-una-sola-carne, según la expresión bíblica. El proceso biológico de la «reproducción» se coloca al interno del evento personal de la donación, corporal y espiritual, de dos personas.
Pero, desde el momento en que se ha logrado aislar en laboratorio la parte bioquímica del todo, por así decir, ha surgido la cuestión: ¿en qué medida es necesaria esa conexión? ¿Se trata de algo esencial, algo que tiene que y debe ser así, o se trata sólo -por decirlo con Hegel- de una argucia de la naturaleza que se sirve de la recíproca inclinación del hombre y de la mujer de manera totalmente semejante a como, en el mundo vegetal, el viento, las abejas y cosas semejantes son usados como medio para transportar las semillas? ¿Un proceso central aislado, considerado la única cosa importante, se puede distinguir del modo meramente factual de la unión y, en consecuencia, se puede substituir el proceso natural con otros métodos piloteados racionalmente? Surgen aquí diferentes objeciones: ¿es posible designar la reciprocidad entre hombre y mujer como un fenómeno puramente natural, en el que también la recíproca inclinación espiritual no sería quizá más que una argucia de la naturaleza que les engaña tratándolos no como personas, sino sólo como individuos de una especie? O, por el contrario, ¿habría que afirmar que con el amor de dos personas y con la libertad espiritual viene a la luz una nueva dimensión de la realidad a la que corresponde el hecho de que tampoco el niño es una repetición de una información sin variantes, sino una persona en la novedad y libertad del yo que representa un nuevo centro en el mundo? ¿No es sencillamente ciego quien niega esta novedad y reduce todo a puro mecanismo, viéndose obligado para ello a inventar una naturaleza astuta, que es un mito irracional y cruel?
Una ulterior cuestión, que queda sin resolver, parte de una constatación: es evidente que hoy se puede aislar el proceso bioquímico en laboratorio y combinar así las dos informaciones genéticas. La conexión de este proceso bioquímico con un acontencimiento de naturaleza espiritual no puede por eso ser definida con el tipo de «necesidad» válido en el ámbito de la física: puede acontecer también en modo diverso. Pero la cuestión es la de si existe o no un tipo de «necesidad», diverso del de una simple ley de la naturaleza. Aunque, desde el punto de vista técnico, es posible separar lo personal y lo biológico, ¿no hay quizá una forma más honda de inseparabilidad, una «necesidad» más alta en favor de la conexión de los dos aspectos? En realidad, ¿no se ha negado ya al hombre si se reconoce como necesidad sólo la ley de la naturaleza, y no, en cambio, la necesidad ética, que confía a la libertad un deber?
En otras palabras, si yo considero como real únicamente la «reproducción», y todo lo que va más allá y lleva al concepto de procreación lo juzgo como perteneciente a un lenguaje inexacto y científicamente irrelevante, ¿no he negado quizá de ese modo la existencia de lo que es específicamente humano en el hombre? Pero en este caso, ¿quién discute propiamente con quién y qué cosa se debe pensar de la racionalidad del laboratorio y de la misma ciencia?
Desde estas reflexiones se ve con precisión el problema concreto de que se debe tratar en esta exposición: ¿cómo es que el origen de un nuevo ser humano es algo más que una «reproducción»? ¿En qué consiste este algo más? ¿Qué consecuencias éticas derivan de este «algo más»? Como ya hemos indicado, esa pregunta ha adquirido una nueva y candente actualidad desde el momento en que es posible «reproducir» el hombre en el laboratorio, prescindiendo de una donación interpersonal, sin la unión corporal entre hombre y mujer. Desde un punto de vista fáctico, hoy es posible separar el acontecimiento natural-personal de la unión de hombre y mujer del proceso puramente biológico. Según la convicción de la moral transmitida por la Iglesia y fundamentada en la Biblia, a esta posibilidad de hecho se contrapone una inseparabilidad ética11 .
En ambas posiciones entran en juego decisiones espirituales fundamentales, ya que tampoco lo que se hace en el laboratorio es en absoluto consecuencia de premisas puramente mecanicísticas, sino fruto, más bien, de una concepción fundamental del mundo y del hombre.
Antes de seguir adelante de manera sólo argumentativa, resultará útil dar una doble ojeada hacia atrás en la historia. En primer lugar, trataremos de poner de relieve algunos aspectos de la prehistoria cultural de la idea de «reproducción» artificial; la segunda ojeada histórica se deberá dirigir, en cambio, a lo que dice la Biblia sobre nuestro problema.
B) Diálogo con la historia
a) El «hombrecillo» en la historia de la cultura
La idea de poder «fabricar» el hombre ha encontrado quizá su primera expresión en el judaísmo de la cábala, con la idea del Golem12 . Debajo está la idea, formulada en el libro de Jezira (más o menos 500 años después de Cristo), del poder creativo de los números: mediante la recitación ordenada de todas las combinaciones creadoras imaginables de letras, se logra al final la producción del «hombrecillo», el Golem. En conexión con esto, desde el siglo XIII nace la idea de la muerte de Dios: el «homunculus», finalmente producido, habría arrancado de la palabra «Emeth», verdad, la «alef», la primera letra. Y así, en su frente, en lugar de la inscripción «Jahvéh Dios es verdad», estaría el nuevo lema: «Dios ha muerto». El Golem explica este nuevo lema con una semejanza que, sintéticamente resumida, concluye así: «Si vosotros, como Dios, podéis crear un hombre, entonces se dirá: no hay en el mundo ningún Dios fuera de éste...». Se pone en conexión «crear» con «poder», el poder está ahora en las manos de quienes pueden producir los hombres; y con dicho poder, han tomado el puesto de Dios, el cual, en consecuencia, ha desaparecido del horizonte del hombre13 . Resta la cuestión de saber si estos nuevos detentadores del poder, que han encontrado las llaves del lenguaje de la creación y pueden combinar sus elementos basilares, se recordarán de que su actividad es posible sólo porque existen ya los números y las letras, cuyas informaciones saben ahora combinar.
La variante más conocida de la idea del «homunculus» se encuentra en la segunda parte del Fausto de Goethe. Wagner, el discípulo, fanático de la ciencia, del gran doctor Fausto, ha conseguido, en ausencia de éste, la obra maestra. El «padre» de este nuevo arte no es el espíritu, orientado a las grandes cosas y que busca el sentido del todo, sino, más bien, el positivista que aprende y aplica, como se podría caracterizar acertadamente a Wagner. No obstante, el hombrecillo del alambique, desde la probeta en la que se encuentra, reconoce inmediatamente en Mefistófeles a su sobrino: Goethe establece así un parentesco entre el mundo artificial y autocreado del positivismo y el espíritu de la negación. Para Wagner y para su modelo de racionalidad, es éste precisamente el momento del máximo triunfo: «¡Dios nos guarde! El modo antiguo de procrear lo declaramos una pura farsa; ... Si el animal encuentra en ello gusto, el hombre, en cambio, con sus grandiosas capacidades debe tener un origen más alto, mucho más alto».
Y un poco más adelante:
«Pero de ahora en adelante queremos reírnos del acaso: un cerebro que deba pensar exactamente lo hará, de ahora en adelante, un pensador. ...
¿Qué más quiere el mundo? El misterio está a la luz del día».
En estos versos Goethe pone claramente de relieve dos fuerzas motoras presentes en el intento de producir artificialmente el hombre. Con ello quiere también criticar un cierto tipo de ciencia de la naturaleza que rechaza, percibiéndola como «wagneriana»: en primer lugar se pone el deseo de desvelar los misterios, de comprender el mundo y de reducirlo a chata racionalidad que quiere legitimarse con el poder-hacer. Además de esto, Goethe ve en acto también un desprecio de la «naturaleza» y de su razón más grande y misteriosa en favor de una racionalidad programadora y calculadora. El símbolo de la estrechez, de la falsedad y del carácter secundario de este tipo de razón y de sus creaciones es la probeta; el hombrecillo vive «in vitro»:
«Así son las cosas: apenas basta el mundo para lo que es natural; para lo que es artificial basta un espacio cerrado».
El pronóstico de Goethe es que la probeta -la pared artificial- al final debe estrellarse contra la realidad. Porque el «hombrecillo» es artificial y está tomado, sin embargo, de la naturaleza se le escapa a su hacedor de las manos; está en tensión entre el temor inquieto por su cristal protector y la impaciencia por romperlo, siempre tratando de convertirse en realidad. Goethe ve el final conciliándolo a su manera: el hombrecillo vuelve llameando a los elementos, al himno del todo, a su fuerza creadora: a «Eros que ha comenzado todo». Las llamas en las que se disuelve se convierten en ardiente prodigio. Pero aun cuando Goethe, aquí como en el final de su Fausto, sustituye el juicio con la reconciliación, el flameante estallido del vidrio es, no obstante, un juicio sobre la pretensión del «hacer» que sustituye el «crecer», y que tras un camino lleno de contradiciones debe acabar en «fuego» y «olas». La reproducción autoproducida tendrá que naufragar un día contra la naturaleza original, contra la realidad auténtica de las cosas. Así se revelará en su mezquindad: «Homunculus» resta realmente un hombrecillo y representa de esa manera una alegoría del espíritu que lo ha producido, y de aquella reducción del ser de la que vive.
Ya en la víspera de su realización en el 1932, Aldous Huxley escribió su utopía negativa de «El mundo nuevo»14 . Es claro que en este mundo definitivamente y completamente científico los hombres podrían ser producidos sólo en el laboratorio. El hombre se ha emancipado definitivamente de su naturaleza; no quiere seguir siendo una criatura natural. Cada uno será compuesto -según las necesidades- en un laboratorio, en vista de las funciones que deberá desarrollar. Desde hace mucho tiempo, la sexualidad ya no tiene nada que ver con la propagación de la especie humana; incluso el simple recuerdo de tal cosa resulta una ofensa para el hombre programado.
Habiendo perdido su función original, la sexualidad es ahora uno de los narcóticos con los que la vida se hace soportable, una especie de seto positivista para proteger la conciencia del hombre y eliminar las preguntas que suben del fondo de su ser. En consecuencia, es claro que la sexualidad no puede tener ya nada que ver con lazos personales, con la fidelidad y el amor: esto sería llevar de nuevo al hombre a los viejos ámbitos de su existencia personal. En este nuevo mundo ya no hay ningún dolor, ninguna preocupación, sólo racionalidad y embriaguez; todo, para todos, está programado. La pregunta ahora es sólo ésta: ¿quién es el sujeto de esta razón programadora? La respuesta es: el «Consejo mundial de administración»; la administración de la racionalidad hace a la vez evidente su profunda irracionalidad. Huxley, como él mismo anotaba en 1949, escribió su libro como un esteta escéptico que ve al hombre entre las alternativas del delirio y de la insensatez, de la utopía cientista y de la bárbara superstición15 . Ya en el prefacio de 1949, y después de nuevo en el ensayo «Retorno al nuevo mundo» de 1958, muestra claramente que su obra hay que entenderla como una defensa de la libertad, como una llamada a los hombres para que busquen la vía estrecha que pasa entre el delirio y la insensatez, es decir, la existencia en la libertad16 . Como es lógico, Huxley es más preciso y convincente en su parte crítica que en sus propuestas positivas, de contenido más bien general. Pero al menos una cosa muestra con claridad: el mundo de la planificación racional, de la «reproducción» humana, organizada y dirigida científicamente, no es en absoluto el mundo de la libertad. Que ese mundo reduzca el origen del hombre a «reproducción» es por el contrario expresión de la negación de la libertad personal: la reproducción es montaje de necesidades; su mundo es la realidad descrita por la cábala, combinación a partir de letras y números; quien conoce su códice, tiene poder sobre el todo. ¿Es quizá una casualidad que hasta ahora no haya ninguna visión poética positiva de un futuro en el que el hombre será reproducido «in vitro»? ¿O es que en ese origen se encuentra la negación interior y, en definitiva, la eliminación de la dimensión humana que la poesía saca a la luz?
b) El origen del hombre según la Biblia
Tras esta breve ojeada a los precedentes históricos más conocidos de la ideología de la reproducción, podemos volvernos ahora a aquella obra que es la fuente decisiva para la idea de la procreación del hombre: la Biblia. Tampoco en relación con este tema podemos desarrollar aquí un análisis exhaustivo, sino dar sólo una primera ojeada a algunas de las afirmaciones bíblicas características. Con este fin nos limitamos esencialmente a los primeros capítulos del libro del Génesis, en los que se fundamenta la imagen bíblica del hombre y de la creación.
Un primer punto esencial lo formula San Gregorio de Nisa de manera muy precisa en sus Homilías sobre el Génesis: «Pero, el hombre, ¿cómo ha sido hecho? Dios no ha dicho: 'Sea hecho el hombre'... La creación del hombre es más alta que todas los demás. 'El Señor tomó...'. Él quiere formar nuestro cuerpo con sus mismas manos»17 . Deberemos volver sobre este texto cuando hablemos no ya del primer hombre, sino de todo hombre; aparecerá así que la Biblia hace evidente a propósito del primer hombre lo que, según su convicción, vale para cada hombre. A esta imagen de las manos de Dios que forman el hombre de la tierra, corresponde otra afirmación en la narración más reciente de la creación, propia del así llamado documento sacerdotal: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). En ambos casos se trata de mostrar de manera específica al hombre como criatura de Dios; en ambos casos se trata de mostrar que no es un simple ejemplar de una clase de seres vivos, sino que es, por el contrario, algo nuevo en relación a ellos, donde se da algo más que una simple reproducción, es decir: un nuevo comienzo que va más allá de toda combinación del material informativo ya existente; que presupone otra cosa -«el otro»-, y así nos enseña a pensar «Dios». Tanto más importante es entonces que, en el acto creativo, se diga: hombre y mujer los creó. Diversamente a lo que ocurre con los animales y las plantas donde no se dan más órdenes que la de multiplicarse, en este caso la fecundidad se liga al hecho de ser hombre y mujer. El relieve que Dios da al acto creativo no hace superflua la reciprocidad humana, le confiere su valor: precisamente porque aquí entra en juego Dios mismo, el «transporte» de los cromosomas no puede tener lugar de cualquier modo; precisamente por esto, el modo de esa creación debe ser digna. Según la Biblia este camino digno es sólo uno: que hombre y mujer se hagan una cosa, «una sólo carne».
De este modo nos encontramos con dos importantes expresiones del lenguaje bíblico que debemos considerar un poco más de cerca. La descripción del Paraíso termina con una palabra que suena como una afirmación profética sobre la naturaleza del hombre: «Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sólo carne» (Gn 2, 24). ¿Qué significa «los dos se hacen una sólo carne»? Mucho se ha discutido sobre esta expresión; algunos sostienen que con ella se indica la unión sexual; otros, en cambio, dicen que se alude al niño, en el que los dos se funden en una sola carne... No se puede alcanzar certeza en este punto, pero quien más se acerca probablemente a la verdad es Franz Julius Delitzsch cuando afirma que ahí se expresa la «unidad espiritual, la comunión personal que abarca todas las dimensiones»18 . En cualquier caso, este profundísimo convertirse hombre y mujer en una sola cosa es visto como destino del hombre y como lugar donde se cumple el mandato creativo dado al hombre, puesto que corresponde en libertad a la llamada del propio ser.
En la misma dirección nos orienta otra palabra fundamental de la antropología bíblica: la comunión sexual de hombre y mujer la designa el Antiguo Testamento con la palabra «conocimiento». Con la expresión: «Conoció el hombre a Eva, su mujer», se indica, en el comienzo de la historia, la procreación humana (Gn 4, 1). Es justo no meter demasiada filosofía en este uso lingüístico. Se trata aquí, en primer lugar, como justamente ha puesto de relieve Gerhard von Rad, de un «pudor del lenguaje», que deja respetuosamente en el misterio lo más íntimo de la comunión humana19 . Y sin embargo, es importante advertir que el término hebraico «jàda'» significa exactamente conocer tambien en el sentido de experiencia, de confiada familiaridad. Cl. Westermann piensa que se puede dar un paso más al afirmar que «jàda'» no significa «conocimiento y saber en el sentido del conocimiento objetivo, como conocer 'algo' o saber 'algo', sino, más bien, el conocer que adviene en el encuentro». El uso de ese término para designar el acto sexual muestra que «aquí la relación corpórea entre hombre y mujer no se piensa sobre todo a nivel fisiológico, sino, primariamente, a nivel personal»20 .
Se pone de nuevo de relieve la inseparabilidad de todas las dimensiones del ser humano, las cuales, precisamente en su entramado, constituyen la especificidad del ser «hombre», cosa que falta cuando se comienzan a aislar sus elementos singulares.
Pero, ¿cómo presenta concretamente la Biblia la formación del ser humano? Querría citar tan sólo tres pasajes que ofrecen una respuesta muy clara al respecto. «Tus manos me han hecho y me han formado», dice el orante a su Dios (Ps 119, 73). «Porque tú mis riñones has formado, me has tejido en el vientre de mi madre... Mis huesos no se te ocultaban cuando era yo hecho en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra» (Ps 139, 13-15). «Tus manos me han plasmado, me han formado... ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como la cuajada?» (Job 10, 8-10). En estos textos se pone de relieve lo que importa. De un lado, los autores de la Biblia saben muy bien que el hombre es «tejido» en el seno de la madre, que en ese lugar se le hace «fermentar como al queso». Pero, al mismo tiempo, el seno materno se identifica con la profundidad de la tierra, de manera que todo orante de la Biblia puede decir de sí: tus manos me han formado, me has plasmado como arcilla. La imagen con la que se describe la formación de Adán vale, del mismo modo, para todo hombre. Todo ser humano es Adán, un nuevo comienzo; Adán es todo ser humano. El acontecimiento fisiológico es mucho más que un evento fisiológico, más que una nueva combinación de informaciones; todo aparecer de un ser humano es creación. Lo extrordinario es que esto no sucede junto a, sino en los procesos de los seres vivos y de su «invariable reproducción». Añadamos todavía una última, enigmática, palabra, que completa esta imagen. Según la narración bíblica, Eva, en el primer nacimiento de un ser humano, prorrumpe en un grito de júbilo: «¡He adquirido un varón con el favor de Yahvéh!» (Gn 4, 1). De manera extraña y muy discutida se repite aquí el término «adquirir», pero hay buenos motivos para decir que resulta extraño precisamente porque expresa algo muy singular. Análogamente a como ocurre en otras lenguas antiguas del Oriente, el vocablo significa «creación por generación o nacimiento»21 . Con otras palabras, el grito de júbilo expresa todo el orgullo, toda la felicidad de la mujer que se convierte en madre; pero expresa también la conciencia de que toda generación y todo nacimiento humanos se realizan con una especial «colaboración» de Dios, que ahí el ser humano se supera a sí mismo, que da más de lo que posee y es: mediante el elemento humano de la generación y del nacimiento tiene lugar la creación.
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- EL FEMINISMO, ¿DESTRUYE LA FAMILIA?
Jutta Burggraf
En HUMANITAS Nro.7
1. Introducción
Hace poco, leía un artículo en que, con gran profusión de palabras, se pretendía explicar, por qué el feminismo destruye la familia. Quedé un poco sorprendida y comencé a pensar en ello. ¿Realmente destruye el feminismo la familia? Sin querer, recordé un suceso que me ocurrió hace algún tiempo en Sudamérica. En Santiago de Chile, me habían dicho que una persona, conocida como una enérgica feminista, quería discutir conmigo acerca del tema de la mujer. Se trataba de la fundadora y rectora de una universidad privada. Habíamos concertado una cita. Me preparé para una intensa discusión y, luego de unos días, acudí al encuentro con un cierto ánimo de ir a la ofensiva. Cuando entré al Rectorado, me sorprendió ver que en la muralla colgaba una imagen grande de la Virgen. La rectora era una señora muy amable y bien arreglada. “Yo trabajo, con todas mis fuerzas, para que las mujeres puedan estudiar y obtengan puestos de trabajo”, me dijo. “Sueño con un sueldo para las dueñas de casa y con la supresión de la pornografía. Me llaman feminista, porque devuelvo todas las cartas que recibo, dirigidas al Rector; porque esta Universidad no tiene un rector, sino una Rectora”. Y, entonces, señaló, sonriendo: “Y no tengo nada contra los hombres. Estoy casada hace mucho tiempo y quiero a mi marido más que hace treinta años”.
Es evidente que un feminismo así no destruye la familia. Pienso, incluso que es extremadamente favorable para la comunión de los esposos y para la familia misma, ya que devuelve a la mujer la dignidad que, en ciertas épocas y culturas, y parcialmente en la actualidad, le ha sido y le es negada. Sí, esto ocurre también hoy, no es ideología, ni exageración. No necesitamos pensar en las mujeres cubiertas por un velo, como en Arabia Saudita, ni al pueblo africano de los Lyélas, que consideran a las mujeres como la parte más importante de la herencia. Por ejemplo, una de las fórmulas con que un hombre constituye a su hijo mayor como su heredero dice: “Te entrego mi tierra y mis mujeres” [1]. No podemos tampoco juzgar con altanería el rapto de las novias de la aguerrida Esparta [2] , ni lamentarnos de la llamada oscura Edad Media, que, por cierto, no fue una época tan hostil para la mujer [3]. Como se ha dicho, no necesitamos ir tan lejos. Basta mirar a Europa ¿Se respeta a la mujer en la sociedad, en las familias? También hoy día se la considera, en innumerables avisos publicitarios, en el cine, en revistas del corazón y en conversaciones de sobremesa, como un ser no muy capaz intelectualmente, como un elemento de decoración y de exhibición, como mero objeto de deseo masculino.
Su dedicación a su casa y su familia no es ni se valora, ni se apoya como se debía. ¿No ocurre con cierta frecuencia que un hijo, sólo porque es varón, después de un suculento almuerzo dominical, se siente frente al televisor junto a su padre, mientras las hijas “desaparecen”, junto con su madre en dirección a la cocina? ¿O que una joven madre, que trabaja fuera de la casa, se las tenga que arreglar sola con las labores domésticas y más encima sea enjuiciada, pues no se preocuparía lo suficiente de su marido -que trabaja a tiempo parcial- y de sus hijos y que además sea criticada por no tener la casa limpia? ¡Cuántas mujeres casadas, que carecen de ingresos propios deben mendigar de sus maridos un poco de dinero y no tienen acceso a la cuenta bancaria, ni participación en las decisiones pecuniarias de la propia familia! Concedo que estas cuestiones pueden ser superficiales; sin embargo, demuestran cuánta -o cuán poca- comprensión y cariño reciben las mujeres, a menudo, en una situación difícil.
Existe pues una promoción de la mujer que es absolutamente razonable y conveniente. Su finalidad consiste en que los derechos humanos no sólo sean derechos de los varones, sino que ambos, tanto el hombre, como la mujer, sean aceptados en su ser-persona. También se esfuerza por considerar a cada ser humano en su propia individualidad, sin colocar ningún cliché a nadie. Y esto es válido en todo sentido. Hoy en día nadie duda que la mujer puede dominar la técnica más complicada. Pero ello no significa que todas las mujeres deban ser técnicas y que gocen con las computadoras. Según un nuevo dogma: “La mujer emancipada es gerente de empresa, arquitecto o empleada en una oficina; de todas maneras, trabaja fuera de la casa”. Sin embargo, si la emancipación es entendida como un proceso de madurez conseguido, ¿por qué la mujer “emancipada” no puede ser madre de una familia numerosa? Cuando una mujer prefiere preparar un pastel, tejer chalecos, jugar con los niños y procura hacer de su casa un hogar agradable, no quiere decir que ella se haya resignado a asumir el rol que se le asignó en el s. XIX. Significa simplemente que, para ella, estas actividades son más importantes que para quienes la critican. En principio, no se trata de lo que una persona hace, sino de cómo lo hace.
Ni el trabajo fuera de la casa, ni la familia son, en sí, soluciones a problemas personales o sociales; ambos conllevan ventajas y riesgos. Así, es posible que una mujer profesional, debido a la creciente especialización de su trabajo, se le vaya empequeñeciendo su campo de acción, mientras que una dueña de casa, al tener que enfrentarse a los más diversos trabajos, adquiera una visión más amplia. En su vida profesional, la mujer está expuesta a los mismos riesgos que el hombre -deseo desmedido de hacer carrera, afán exclusivo de poder...-, incluso más que él, pues le pone a prueba y enjuicia más duramente.
No quiero, de ninguna manera proponer que la mujer debe volver a ocuparse exclusivamente de las tareas del hogar. Pienso solamente que se debe dar, a cada mujer, la posibilidad de decidir libremente lo que ella considera como bueno, sin iniciar permanentemente nuevas polémicas.
Se ha discutido mucho acerca de si las mujeres son diferentes a los hombres y en qué lo son. Primero, hay que considerar que cada ser humano es distinto de los otros. Cada uno debe tener la oportunidad de desarrollarse libremente, de ser feliz y de hacer feliz a los demás -por diferentes caminos, da lo mismo en qué estado o profesión-. Desde una perspectiva histórica y social, algunas veces, a las mujeres esto les ha sido más difícil que a los hombres. Es por ello, que se les debe ayudar más a vivir de acuerdo con su convicción personal. Esta es la finalidad de un feminismo que podemos denominar “auténtico”, “razonable” o “libertario”. Puesto que pretendo unir la verdadera promoción de la mujer con mi fe cristiana, me gustaría hablar de “feminismo cristiano”. A este tema nos referiremos más adelante.
2. El feminismo radical
Estamos casi en nuestro tema. Como se ha mencionado, existe otro tipo de feminismo, que se ha extendido mucho en los países occidentales, es denominado, con frecuencia, feminismo “radical” o “extremo”. Me parece que este tipo de feminismo, por lo menos como se presenta a sí mismo, ha sobrepasado su momento culminante. Su enorme influencia ha tenido un devastador efecto, que se deja ver en todos los ámbitos. Todos conocemos lo que se ha dicho acerca del “mito de la maternidad”, que debe ser destruido o del macho, que la mujer debe desterrar. En algunas de sus afirmaciones, las feministas han traspasado con mucho el límite de lo absurdo.
La filósofa francesa Simone de Beauvoir es considerada la precursora del feminismo de nuestro siglo, cuya influencia apenas puede superarse [4]. Su monografía “Le Deuxiéme Sexe” (“El otro sexo”), publicado por primera vez en 1949) es denominada con frecuencia la “biblia del feminismo” [5]. En ella, Simone de Beauvoir postula, por primera vez, con gran agudeza intelectual, la igualdad de los sexos y, con ello, da un nuevo impulso al movimiento feminista en el mundo occidental, el que, hace ya tiempo, va mucho más allá de pretender la simple mejora de la situación jurídica de la mujer y una mayor posibilidad de acceder a la formación escolar, universitaria y profesional.
En aquella obra, la filósofa comienza esbozando su propia posición ideológica. “Nuestra perspectiva es la de la ética existencialista” [6], declara. Y continúa “Esla de Heidegger, Merleau-Ponty y Sartre” [7] (su conviviente). El “existencialismo”, tomado del título de un libro de Sartre, es una negación consciente de toda reflexión que parta de la esencia o naturaleza. No hay “una naturaleza humana -dice Sartre- pues no hay Dios que la hubiese podido diseñar” [8]. Sartre se refiere a la libertad creadora del hombre, que le capacita para hacer de sí mismo lo que él quiere y que no es limitada por ninguna “esencia” o “naturaleza” [9].
Simone de Beauvoir intenta traspasar el existencialismo ateo [10] de Sartre a la existencia femenina [11]. Para ella, el hombre tampoco es un “ser dado” o una “realidad fija”, sino “una idea histórica”, “una continua transformación”, que hace de la persona lo que ella es [12]. En consecuencia, en la ética de Beauvoir, toda forma de “quietud” o “pasividad” sólo puede considerarse como un gran mal [13]. Sin embargo, es precisamente esa la actitud a la cual los hombres han obligado continuamente a las mujeres.
Ya desde los nómades, el mundo ha pertenecido al varón [14], dice Beauvoir, pues éste ha sabido influir en el mundo con ocupaciones que iban “más allá de su ser animal”. Para cazar y pescar, construyó utensilios, se puso metas y abrió caminos. Continuamente se superó y emprendió el camino hacia el futuro [15]. Añade: el privilegio del varón consiste en que “su vocación como persona con destino no contrasta con su ser varón” [16]. Sin embargo, en la mujer sucede algo distinto. Hasta hoy, a las mujeres se les ha impedido intervenir de manera creativa en la sociedad. Las mujeres han sido “aisladas” y ahora se encuentran marginadas [17]. Permanecen toda su vida encerradas y la culpa de todo, la tienen el matrimonio tradicional (con la división del trabajo según el sexo) y, sobre todo, la maternidad.
En toda la obra de Beauvoir está presente un tema dominante: la de quitar todo valor al matrimonio y la familia. A este respecto, señala que, “sin duda alguna, dar a luz y amamantar no son actividades sino funciones naturales y no está en juego ningún proyecto personal. Por eso, la mujer no puede encontrar en ello ninguna razón para una alegre afirmación de su existencia” [18]. Durante siglos, la mujer se ha contentado con llevar una “vida relativa”, dedicada al marido y a los hijos. “En realidad -continúa-, para el hombre, ella es sólo una distracción, un objeto, un bien poco importante. El varón es el sentido y la justificación de su existencia” [19]. El varón, por su parte, ha consolidado su supremacía a través de la creación de mitos e instituciones.
Por medio de muchos ejemplos de la literatura y la cultura, Beauvoir analiza el mito de la mujer, tal y como lo han inventado los varones para sus propósitos y concluye que “es tan irrisorio contradictorio y confuso que no se halla unidad alguna: como Dalila y Judit, Aspacia y Lucrecia, Pandora y Atena, la mujer es siempre la tentadora Eva y la Virgen María a la vez. Es ídolo y esclava, fuente de vida y puerta de los infiernos; es el silencioso original de la misma verdad, al mismo tiempo falsa, locuaz, mentirosa; es bruja y terapeuta; es presa del varón y su perdición; es todo lo que él no es y desea poseer, su negación y su fundamento existencial” [20], es, precisamente, el “otro” sexo.
Beauvoir se opone a todas estas afirmaciones, pues señala que las mujeres no son ni ángeles, ni demonios, ni esfinges, sino seres humanos dotados de razón [21]. Su proximidad a la naturaleza -que significa una limitación radical de su potencial humano- es exigida y también temida por el hombre. Aunque las mujeres no pueden negar, ni ignorar su propio cuerpo, éste no determina para nada su libertad existencial. Indudablemente, en la filosofía de S. de Beauvoir, hay razonamientos acertados; que, sin embargo, dan lugar a un gran empobrecimiento ideológico. Ello se aprecia claramente si consideramos su conocido aforismo, “No naces mujer, te hacen mujer” [22], completado más tarde por la lógica conclusión “¡No se nace varón, te hacen varón! Y tampoco la condición de varón es una realidad dada desde un principio” [23].
La “mujer constituye para Beauvoir un “producto de la civilización” [24]. Ella “no es la víctima de un destino misterioso e ineludible” [25] , sino la de una situación muy concreta y corregible, en la cual el “mito de la maternidad” siempre ha servido a los varones como pretexto para motivar a las mujeres a realizar sus quehaceres domésticos [26]. La mujer, por su parte, se ha resignado durante mucho tiempo ante su situación. “Al no querer que una parte de sí se ha convertido en negación, suciedad y malignidad el ama de casa maniática se encoleriza contra el polvo y exige un destino que a ella misma le exaspera” [27]. En su desesperación intenta inútilmente introducir al hombre en la cárcel de su pequeño mundo, bien como madre, esposa, amante “permanente”, parásita [28] o carcelera [29]. El hombre trata a la mujer como su esclava y la persuade a la vez de que sea su reina [30]. Hoy, sin embargo, la lucha se muestra de otra manera, “en lugar de que la mujer pretenda llevarse al hombre a su cárcel, lo que hará es intentar salir de ella. Ya no pretende penetrar en la región de la inmanencia [31]. El hombre hace bien en ayudar en la emancipación de la mujer, pues librándola a ella, se libera él mismo [32].
¿Cómo tienen que ser la emancipación? Para Simone de Beauvoir, no cabe duda que las “cadenas” o “ataduras de la naturaleza deben ser rotas”. La filósofa existencialista traza una ética radical [33], que intenta desenmascarar el matrimonio [34], la maternidad [35], la prohibición del aborto [36] y del divorcio [37], como “medidas coercitivas de las sociedades patriarcales” [38], que dejan a las mujeres en dependencia de los varones. Según sus propias palabras, “las mujeres han decidido protegerse de la maternidad y del matrimonio” [39]. “lamento la esclavitud que se impone a la mujer con los hijos... Como otras muchas feministas, también estoy a favor de que se suprima la familia” [40] dice explícitamente. Además, simpatiza con la inseminación artificial [41], las relaciones lesbianas [42] y la eutanasia [43]. Para la filósofa existencialista, el remedio para salir de la dependencia es la actividad profesional de la mujer [44], con la cual se puede alcanzar “una plena igualdad económica y social” [45] entre los dos sexos.
Aunque todas parten de sus principios, algunas de las feministas actuales superan con mucho determinados aspectos de las exigencias de Beauvoir. En su obra mundialmente conocida, “The Feminin Mystique” [46], Betty Friedan -fundadora del movimiento feminista americano de los años sesenta- critica con gran vehemencia el que la mujer se vea obligada a “la realización de su feminidad” [47] únicamente en el matrimonio, en la familia y en el trabajo doméstico y que se le impida desarrollarse intelectualmente [48].
De la misma manera, la americana Kate Milled, en su libro “Sexual Politics” [49], recurre lo señalado en “Le Deuxième Sexe”: “La mujer aún es indispensable para la concepción, la gestación y el nacimiento de un niño, pero no tiene otra atadura u obligación especial con respecto a él”. Finalmente, el objetivo del feminismo de Shulamith Firestone -la más radical de este grupo- es destruir todas las estructuras más importantes de la sociedad [50]. En “The Dialectic Sex”, propone liberar a la mujer de la “tiranía de la procreación” [51], a cualquier precio. “Lo quiero decir muy claramente: el embarazo es una barbaridad” [52], señala.
La periodista Alice Schwarzer es una de las pocas figuras sobresalientes del feminismo alemán. Después de su larga estancia en París, comenzó su labor, organizando, a principios de los años setenta, la campaña pro-aborto en Alemania [53]. En 1975, lanzó un bestseller [54] al mercado y se destacó, finalmente, como editora de la primera revista feminista, “Emma”, hasta hoy, muy difundida. Su lenguaje frívolo, la exposición de problemas humanos, la eliminación de los tabúes relativos a las normas morales, junto con algunas hipótesis racionales, no constituye una mezcla nueva; no obstante, aplicada exclusivamente a la cuestión femenina, se transforma en un asunto de carácter político.
Aunque Alice Schwarzer subraya una y otra vez su admiración por Simone de Beauvoir [55] -a la que conoció en París personalmente-, es aún más radical en la aplicación de las ideas feministas. Difunde las tesis contenidas en “Le Deuxième Sexe” y las planteadas por el movimiento feminista norteamericano. Más, en último término, para ella no se trata de la cuestión teórica de la igualdad de los sexos, sino de qué modo la mujer, siendo más valiosa y digna de ser amada que el hombre, puede huir del dominio masculino. Según A. Schwarzer, el poder masculino es el único factor que condiciona actualmente la relación hombre-mujer, y sólo puede ser destruido por un poder femenino [56]. El varón es, para ella, el enemigo al que reprocha una lista de pecados. La autora expresa: “Por eso, todo intento de una liberación de la mujer tendrá que dirigirse contra los privilegios del varón, tanto a nivel colectivo, como a nivel personal. Eso quiere decir que hay que luchar también contra el propio marido” [57]. Llama a todas las mujeres para que manifiesten su poder y se nieguen a sus maridos, rehúsen “la heterosexualidad” que ha pasado a ser “un dogma” [58] y se interesen por la bi- y la homosexualidad. En suma, Schwarzer concibe el poder sexual como un poder político, intenta iniciar una revolución en las relaciones hombre-mujer, de la cual surgirá una mujer liberada del poder masculino. Esta mujer podrá actuar positivamente en la sociedad.
A. Schwarzer crítica la “ideología del hijo propio” y lucha contra todos los lazos existentes entre madre e hijo. Según ella, tales lazos sirven únicamente para proteger los últimos baluartes de una sociedad para varones [59]. La tarea educativa debe realizarse, en gran parte, por el colectivo; el trabajo doméstico tiene que ser industrializado. Eso significa que debe existir un número suficiente de guarderías y de jardines infantiles, abiertas durante las veinticuatro horas y donde trabajen mujeres y varones [60].
Para la feminista norteamericana Mary Daly, todo lo masculino es objeto del juicio más despiadado, casi de la maldición universal. En su exitoso libro, aparecido en 1978 [61], la autora pasa revista a todas las atrocidades que los hombres han cometido contra las mujeres, desde el comienzo de los tiempos. Contrasta la maldad masculina, “contaminante”, “ponzoñosa” y “destructora”, la autora contrapone la “pureza elemental” de las mujeres. M. Daly exagera tanto las ideas de “Le Deuxième Sexe”, que realmente no se las puede tomar en serio.
Desde hace algún tiempo, el intento de liberarse de las “cadenas de la naturaleza” no es la única preocupación del feminismo radical. Desde ciertos ambientes ecologistas y desde el llamado “feminismo cultural” de Norteamérica han surgido nuevas tendencias. Mientras un grupo de las feministas continúa negando las diferencias fundamentales entre mujeres y hombres, otro grupo ha comenzado a “celebrarlas”. Actualmente, dentro del feminismo, se plantea cada día con más fuerza, que la identificación de lo femenino con la naturaleza, la corporeidad, la sensibilidad y la voluptuosidad, no es un “maldito prejuicio masculino”. Por el contrario, todo lo emocional, vital y sensual ha pasado a ser la esperanza para un futuro mejor. Después de que la racionalidad y el despotismo masculinos han conducido a la humanidad al borde del desastre ecológico y la han expuesto al peligro de la destrucción nuclear, ha llegado la hora de la mujer. La salvación se puede esperar solamente de lo ilógico, de lo instintivo, de lo afable y apacible, tal como se encuentra encarnado en la mujer [62].
Después de que, durante décadas, el deseo de tener hijos fue reprimido y negado, ahora es redescubierto, por grupos feministas [63] como una “necesidad femenina” pura [64]. Esto puede ser una reacción al esfuerzo de la emancipación entendida, con demasiada frecuencia, como una acomodación a los valores masculinos y a la competitividad.
Por supuesto, el deseo de tener hijos no significa un retorno al matrimonio y a la familia burgueses. Las feministas se interesan poco por la realidad social de las mujeres, lo que les preocupa son la vida de la mujer, el cuerpo femenino y las experiencias de dar a luz y de amamantar. “Son las mujeres las que tendrán que liberar la tierra y lo harán, porque viven en una mayor armonía con la naturaleza” [65], esta es la más conocida de las tesis propuestas. A ella se opone ahora, con renovado ímpetu, la teoría igualitaria, que continúa la línea de pensamiento inaugurada por Simone de Beauvoir [66]. Así llegamos otra vez al comienzo de nuestra reflexiones.
3. Las familias patchwork
Cuando se leen los manifiestos feministas, se podría concluir lisa y llanamente que el feminismo radical destruye la familia. ¡Ese es su objetivo declarado! Sin embargo, las cosas no son tan simples como parecen. También hay que matizar esta afirmación.
Si miramos a nuestro alrededor, podemos comprobar que la vida familia existe. Por ejemplo, tres cuartos de los europeos pasan sus vacaciones en familia, incluso con frecuencia, varias generaciones juntas, en las combinaciones más variadas. Al observar los campings y otros lugares de vacaciones, esto queda muy claro. Pese a todas las advertencias de Simone de Beauvoir y de Alice Schwarzer, pese al deseo creciente de hacer carrera y de ganar dinero, vemos, en todas partes, como las parejas forman una familia y traen niños al mundo. A pesar que, según dicen, para “autorrealizarse”, es más fácil permanecer solo, la mayoría de las personas insisten en reunirse alrededor de una familia.
Incluso, conocidas feministas han comenzado a alabar a la familia. La argentina Ester Vilar, señala que, si existiera completa igualdad, la mujer saldría por la noche, menos que el hombre. Esto no le parece nada mal, pues “que una persona sea mucho más feliz tomándose una cerveza en un bar lleno e humo que velando el sueño de su hijo pequeño en un hogar tranquilo, aún está por demostrar” [67]. Y Christiane Collange, una de las más connotadas feministas francesas sorprende al decir: “Me dan pena las mujeres que no saben la tranquilidad que da quedarse una tarde en la casa, sin hacer nada y disfrutando a su hijo. No hay ninguna otra sociedad que nos brinde tanta alegría de vivir, como la familia” [68].
La feminista de Berlín Barbara Sichtermann opina que la mujer no debe continuar orientándose de acuerdo al varón, como ha sido hasta ahora la política de la emancipación, que ha puesto al varón como ideal. Sin embargo, iguales derechos para ambos sexos es algo tan indispensable como insuficiente. “La posición del varón en la sociedad sólo puede... ser, dentro de ciertos límites, un modelo para el sexo femenino; primero, porque el mundo de los hombres, tal como funciona -o como no funciona- deja mucho que desear; segundo, porque las mujeres emancipadas no son semi-varones, ni quieren serlo” [69].
Es interesante que Sichtermann ponga de relieve la disposición de las mujeres de estar-ahí-para-otros. Señala que se trata de “una virtud clásica femenina”, cuyo exceso debe evitarse; pero “cuya esencia debe ser guardada y propagada” [70].
Sichtermann exige que “el cuidar de otros”, sea apreciada en todo su valor, precisamente cuando no es remunerado. “Nuestra civilización ha creado un clima ético en el que todo el que hace algo gratis, es considerado un tonto. Aún así, sería errado suponer que el respeto por la víctima se ha extinguido completamente. Sólo que carece de un lenguaje... Todo esto es un problema cultural y psicológico social, que sólo puede ser resuelto donde ha comenzado: no mediante transformaciones del mercado laboral, ni del estado, sino en las relaciones interpersonales, que se sustraen, tanto a las reglas que rigen el mercado, como a las que rigen el estado” [71].
El trabajo doméstico es uno de los campos en que ese ser-para-otros, esa preocupación por las necesidades inmediatas, tiene mayor relevancia. Sichtermann no se refiere a su efecto “limitante”, “opresivo” o “enfermante”, sino que lo presenta como una alternativa frente a la vida profesional agotadora y programada. Se trata de un ámbito que se puede organizar como una quiera, señala -junto con los tradicionales defensores de la familia- aquí se puede ser, simplemente un ser humano [72]. Después de todo, todo ser humano anhela tener una “vida personal no económica”, una vida privada. Este deseo se puede reprimir temporalmente, pero nunca se extingue por completo. Por lo demás, las mujeres han adquirido suficiente experiencia fuera del hogar, como para poder admitir, con sinceridad, que la exclusiva vida profesional no aporta, por sí solo, la felicidad. “Las dueñas de casa hacen muy bien cuando se niegan a acudir a la fábrica; ciertamente lo pagan con su dependencia del marido, pero ésta es siempre mejor que la dependencia de un jefe” [73].
Puede ser -continúa Sichtermann en tono provocativo- que las mujeres dependan del sueldo de su marido. Pero, por otra parte, los hombres dependen de sus mujeres, en un sentido mucho más profundo, precisamente, porque todo ser humano necesita un hogar, cuya creación se le ha asignado, durante siglos, a la mujer [74]. La protección de ese hogar debe ser tomada en cuenta por la política feminista, tanto como “el deseo, igualmente fuerte en ambos sexos, de reconocimiento profesional” [75].
Hasta aquí el debate sobre la emancipación. Hoy en día, en amplios sectores de la sociedad, no solamente se habla de una “nueva maternidad”, sino también una vida familiar agradable, seguridad y apoyo moral. Sin embargo, esa familia que anhela el movimiento feminista, nada tiene que ver con la tradición y mucho menos con el Cristianismo. Comúnmente, es denominada “familia-patchwork” o “familia de remiendos, de parches”. la imagen de una colcha hecha de trozos de telas muy diversas, es el ejemplo perfecto de esta nueva comunidad de personas, en que se reúnen padres e hijos de familias anteriores. Cuando una familia ya “no funciona más”, se va cada uno por su lado, los padres se separan, se llevan a algunos hijos consigo e intentan con otra pareja, un nuevo patchwork. Los remiendos se pueden separar y coser nuevamente, en un modelo diferente, cuando y como se desee.
Nos referimos a un tema muy doloroso y que, por tanto, no se puede tratar superficialmente. Cada uno conoce muchos casos parecidos. Todos sabemos cuánta penuria -de la que se prefiere no hablar-, cuánto sufrimiento se oculta en una situación como la descrita. ¿Quién puede dejar al padre o a la madre de sus hijos, después de años de vida en común, sin experimentar una ruptura en su vida, sin sentirse fracasado, sin dudas, ni remordimientos? Es bien sabido que quienes más sufren son los hijos. Hay que pensar en qué conflicto permanente se encuentran, cuando tienen que elegir entre sus padres “biológicos” y los “escogidos”. Hace poco, me contó una conocida mía: “Mi hijo vive con su tercera mujer. Hasta ahora, todas sus relaciones sólo han durado unos cuantos años. De su primera señora, tiene sólo una hija pequeña. La segunda trajo dos niños al matrimonio, de los cuales, él se preocupó como un verdadero padre. A veces, tenía la sensación de que mi hijo los quería más que a su propia hija. Mis dos nietas políticas estaban muy tristes cuando mi hijo y mi nuera se separaron. El ya tiene una guagua de su actual polola y quieren casarse pronto. Esto significa que pronto tendré tres nueras y un solo hijo”.
No nos corresponde juzgar a nadie. Nadie tiene derecho a hacerlo y, como espectador, se puede ser muy duro y caer, fácilmente en la altanería. Únicamente, queremos conocer el motivo del cambio de valores, que se viene observando en las últimas décadas. ¿No es cierto que el feminismo radical ha jugado un papel decisivo en la destrucción de la familia burguesa y tradicional? Yo diría que sí. Este ha sido uno de sus objetivos declarados y lo ha logrado en amplios sectores de la sociedad. Por una parte, ha llevado la lucha de clases dentro a la relación entre el hombre y la mujer; por otra parte, ha creado un nuevo concepto de familia abierta y ha tildado al “antiguo” como ridículo. En una ley finesa, se define la familia como “el grupo de personas que utiliza el mismo refrigerador” [76]. El desprecio por todas las formas tradicionales de vida queda de manifiesto en un informe de Christiane Collange: “¿La familia unida, en armonía, sin divorcios, ni separaciones, de la se nos habla continuamente para que nos avergoncemos de nuestra vida sin ataduras? ¿Cuánta frustración y fracaso se esconde detrás de la respetable fachada? ¡Cuánta mentira y traición en nombre de la indisolubilidad del matrimonio! No añoro la época de los padres (hombres) 'estrictos pero justos', ni los de las santas mujeres de mirada triste. Prefiero los padres (hombres) de hoy, que no son ni tan gallinas, como se piensa, ni tan gallitos como antes. También me gustan nuestras supermadres, que siempre tienen prisa, pero se sienten bien en su piel. Prefiero los jeans de fines de siglo, que el cuello de encaje de sus comienzos” [77]. ¡Por cierto, yo también los prefiero!
Es evidente que no se trata de volver a la familia burguesa. Esto sería hacer muy poco y no respondería a las inquietudes de nuestros contemporáneos. ¡No se puede responder a los desafíos actuales con provincianismo! Hemos de demostrar que es mucho más atractivo que un hombre y una mujer se amen y sean un apoyo el uno para el otro, a que se combatan e intenten vencer al otro. Asimismo, hemos de mostrar que el matrimonio, como comunión indisoluble, es la mejor garantía para la felicidad de una familia. Pienso que el testimonio de los cristianos es especialmente importante en este punto, no porque ellos sean mejores que los demás, sino porque en su fe encuentran el apoyo y la ayuda necesarios para superar los obstáculos de nuestro tiempo.
A continuación, pretendo resumir esquemáticamente, qué respuestas puede ofrecer un feminismo de orientación cristiana, para las situaciones mencionadas.
4. El feminismo cristiano
Hay que hacer una observación previa: Todo cristiano -hombre o mujer- debe ser hoy más consciente de que no es posible vivir coherentemente dejándose llevar por todo lo que nos rodea, lo que se nos exige y lo que se nos ofrece. En esta tensión en que vivimos, entre valores, valores aparentes y contravalores, resulta fácil perder la orientación. Por ello, necesitamos guardar una distancia reflexiva, para descubrir una dimensión más profunda de la vida, y tener la valentía de contradecir el espíritu de nuestra época. A lo largo de la historia, los cristianos nunca se han rendido, ni siquiera cuando han ocupado posiciones aparentemente perdidas. A pesar de todas las afirmaciones contrarias, el mensaje cristiano sigue siendo hoy día atractivo y, desde esta perspectiva, la mujer puede hacer un enfoque muy actual de su situación, que le ayude a adoptar sus decisiones existenciales.
Pienso que, precisamente, cuando se tiene una motivación cristiana, se puede trabajar por una promoción de la mujer, llena de sentido, pues la “emancipación”, entendida como libertad, independencia y madurez interior se alcanza por la fe en Cristo. El nos libera de prejuicios y clichés, de tradiciones represivas, de costumbres y formas de vida que se han hecho muy estrechas. Pero, sobre todo, nos libera del pecado y de la culpa, que nos pueden llegar a corroer y que pueden destruir mucho más que los acontecimientos externos. A El le podemos confiar todas las cargas que nos hacen sufrir y nos apesadumbran interiormente, que nos desmoralizan y nos desaniman. Sabemos que somos aceptados y amados por El, pese a todas nuestras debilidades, errores y limitaciones. De El recibimos siempre la fuerza para recomenzar y la gracia para ser osados ante las dificultades.
4. 1. Aceptarse a uno mismo
Una persona que se sabe querida sin reservas por su Padre Dios, puede aceptarse a sí misma. Tal vez la falta de aceptación propia sea el problema principal del feminismo, también en su modalidad de la nueva maternidad. Porque si yo me acepto a mí misma, también debo aceptar mis limitaciones, debilidades y los errores que cometo. Además, tengo que aceptar que no toda la bienaventuranza del mundo proviene de mí. En lo que concierne a la ideología de la igualdad, esto es aún más claro. El querer-ser-como-el-hombre ha conducido a muchas mujeres a grandes tensiones y a la frustración, incluso hasta a enfermar psíquicamente, pues sólo puede tener una personalidad equilibrada, quien vive en paz con su propio cuerpo.
Normalmente, para los cristianos no resulta difícil responder afirmativamente a su corporeidad, puesto que, para ellos, no existe la casualidad o el destino ciego, sino la sabia -aunque no siempre comprensible- y bondadosa Providencia Divina. El manifestó Su voluntad cuando creó al hombre y a la mujer. Dios inventó la naturaleza humana de un modo maravilloso, en sus dos facetas y dio a cada sexo abundancia de talentos y cualidades. Quien acepta esto, puede estar tranquilo, pues comprende que una rebelión contra su propia naturaleza es, en realidad, una rebelión contra el Creador.
La propia liberación de la mujer no puede reducirse a una mera equiparación con el hombre. Tenemos que aspirar a algo mucho más valioso y beneficioso; pero también más arduo: la aceptación de la mujer en su propia manera de ser, en su ser mujer, único e irrepetible. La finalidad de la emancipación es sustraerse a la manipulación, no convertirse en un producto, sino ser un original. Poco ayuda entender la emancipación siguiendo los modelos que nos presenta la literatura feminista; pero, sin la disposición a enfrentarse consigo misma; o interpretando las propias debilidades como represión. Precisamente, la resistencia a tales tendencias garantiza la propia libertad. La verdadera promoción de la mujer no la libera de su propia identidad de su propio ser, sino que la conduce a él.
¿Qué significa ser “hombre” o ser “mujer”? ¿En qué se diferencian los dos sexos? En la historia de la humanidad, no se han planteado sobre este materia sólo ideas sensatas y constructivas. Actualmente, es frecuente burlarse de los hombres, atribuyéndoles características, que no son más que prejuicios superficiales. Otras veces -con bastante más frecuencia-, son las mujeres a quienes se les atribuye ciertos clichés y se humilla, en la teoría y en la práctica. La verdad es que cada sexo tiene rasgos que le caracterizan; cada uno es superior al otro, en un determinado ámbito. Naturalmente, el hombre y la mujer no se diferencian en el grado de sus cualidades intelectuales o morales; pero, sí, en un aspecto ontológico elemental, como es la posibilidad de ser padre o madre y en aquellas capacidades que de ello se derivan. Es sorprendente que un hecho tan simple como éste, haya causado tantos extravíos y confusiones.
4. 2. La maternidad como regalo
Como madre, la mujer es llamada a ser “lugar” donde se efectúa el acto de la Creación divina, pues cuando surge una nueva vida, los padres cooperan, de un modo increíble con Dios. El nuevo ser humano es confiado a la mujer antes que al hombre, para que ella -primero dentro de sí- lo acoja, lo proteja y alimente. Es verdad que el embarazo no está exento de esfuerzo y agotamiento; sin embargo, ¿no demuestra una predilección especial hacia la mujer que ella pueda experimentar el amor creador de Dios incluso en lo más íntimo de su misma corporeidad? Sólo desde una perspectiva muy superficial y en la cual se ha perdido el sentido de lo esencial, se puede sostener que la maternidad disminuye o perjudica a la mujer, que, como madre, la mujer es inferior o tiene desventajas. Desde un punto de vista cristiano, al contrario, se puede decir que, debido a su maternidad, a la mujer corresponde una “precedencia específica sobre el hombre” [78], como ha señalado el Papa Juan Pablo II.
No por eso, la mujer debe quedar “encerrada en la casa”, “condenada a un trabajo de esclavos”, aunque algunos grupos feministas lo dan por demostrado. Es cierto que a bastantes mujeres, el nacimiento de un hijo les supone una carga, en parte por la poca comprensión de los demás y, en parte, debido a estructuras sociales injustas. Sin embargo, estas últimas son consecuencias del pecado, no circunstancias que necesariamente acompañen la maternidad. No pueden ser motivo para negar la vida a un nuevo ser humano, sino que esas estructuras injustas deben desaparecer. Este es, en todas las sociedades, uno de los desafíos más urgente para los cristianos.
Cuando una mujer acepta ser madre, puede seguir a Cristo, de una manera que no es espectacular, pero sí muy íntima. Ella da testimonio de “la bondad y la amistad de Dios con los hombres” [79], forma un hogar, transmite valores culturales y religiosos. En esta labor, se dará cuenta de que a Cristo se le encuentra en la cruz, a la vez que reconocerá que, desde su lugar, está llamada a trabajar activamente en la expansión del Reino de Dios. De ninguna manera, es deseable que viva “encerrada” entre cuatro paredes. Dependiendo de las circunstancias familiares y de su situación personal, puede incluso ser su deber, colaborar en la sociedad también a través de su labor profesional y que su casa esté abierta a muchas otras personas. Evidentemente, la primera y principal ocupación y preocupación de los padres es el bienestar de la propia familia.
La maternidad no puede ser reducida a su aspecto físico. En un sentido espiritual, todas las mujeres están llamadas, de alguna manera, a ser madres. ¿Qué es sino salir del anonimato, escuchar abiertamente a los demás, compartir sus deseos y preocupaciones y, con frecuencia, hecerles receptivos a la gracia de Dios? Los pensadores cristianos se han referido muchas veces a esta maternidad espiritual, que tiene muy poco que ver con la idea protectora, sensiblera y blandengue, que tanto alaba un sector del feminismo radical. La maternidad espiritual difiere con mucho de aquella visión biológico-materialista. Al contrario, caracteriza una capacidad especial de amar que tiene la mujer, que consiste en descubrir y fomentar lo individual en la masa [80]. Como dice Juan Pablo II, a la mujer, “Dios ha confiado al hombre, de un modo especial a la mujer” [81]. La maternidad espiritual no sólo expresa cualidades del corazón, sino también del entendimiento y no sólo exige una constitución natural, sino también formación.. Se refiere a la mujer dotada de espíritu, y no a aquella caricatura que, en el fondo, sólo gira alrededor de las propias necesidades corporales.
A una sencilla, normalmente no le cuesta acercarse a los demás. Su sentido de lo concreto, de la realidad y su sensibilidad ante las necesidades espirituales de los demás, le pueden ser de gran utilidad. Tiene un gran talento para la solidaridad y la amistad, así como para transmitir la fe de un modo práctico y concreto, que ha recibido de su Creador. ¿Por qué ha de negar estas cualidades, en vez de ser agradecida y hacer así la vida más amable y agradable a los ojos de Dios? Edith Stein da qué pensar, al escribir: “Cuando alguien se da cuenta de que, en su lugar de trabajo -allí donde cada uno se encuentra en peligro de convertirse en una máquina-, se espera de él cooperación y disponibilidad, conservará algo vivo en su corazón, o despertará a algo que, de otra forma, se atrofiaría” [82].
Aquí se ve con claridad cuánto bien puede hacer un cristiano en medio del mundo. Contribuir a formar un ambiente, en el que las personas se sientan a gusto es una tarea que vale la pena. La mujer -precisamente por ser cristiana- tiene el papel decisivo de dar testimonio del amor de Dios, a cada persona en particular. A ella se le pide que transmita a los demás, la firme convicción de Dios toma en serio a cada uno y que su vida es muy valiosa.
4. 3. El matrimonio como vocación divina
Con la luz de la fe, no sólo se reconoce uno a sí mismo y también reconoce la posibilidad de la propia maternidad o de la propia paternidad, sino que también se ve el matrimonio desde una perspectiva más profunda, que es la que Dios ha querido desde un principio. Como una comunidad de vida y de amor entre un hombre y una mujer. En la Nueva Alianza es todavía más, es sacramento de gracia, vocación divina, en suma, un camino concreto para seguir a Jesucristo.
El hombre y la mujer se complementan entre sí y tienen mucho que darse recíprocamente. Espiritual e intelectualmente, un hombre nunca puede ser “complementado” por otro hombre en la medida en que lo es con la mujer y lo mismo ocurre en el caso de la mujer. Pero la “ayuda” mutua sólo se hará realidad fructífera si, tanto el hombre, como la mujer están unidos a Dios. En el momento en que Adán y Eva comían del fruto prohibido, pensaban estar muy unidos, pues estaban comiendo del mismo árbol. No obstante, en realidad se abrió un foso entre ellos, pues cometer un pecado en común es quizás el mayor abismo que puede existir entre los hombres. Si cuando los amantes pecan conjuntamente, se dieran cuenta que ello supone una auténtica ruptura en su amor, se asustarían de su propio pecado. El amor verdadero y la verdadera vida en común sólo puede existir cuando Dios está presente [83]. En las sociedades secularizadas, está casi programado que se den tensiones entre los sexos, que no conducen a ninguna parte.
La escritora alemana Ida Friederike Görres, señalaba, hace algunos años: “Hace ya tiempo que tengo claro que el matrimonio está pasando desde el Antiguo testamento al Nuevo Testamento. Esto significa que, está transformándose de ser sólo o especialmente una institución jurídica, social, económica y moral, al ámbito de las decisión espiritual. Quizás no sea sólo una señal negativa que hoy se rompan tantos matrimonios. Quizás, esto quiere decir que muchas personas no aceptan más el matrimonio en esa forma corrupta, y no están dispuestas y vivirlo de ese modo” [84].
Precisamente en estas nuevas circunstancias, las parejas cristianas están llamadas a ser un ejemplo del atractivo del amor y de la fidelidad conyugales. También en épocas de crisis e incomprensión, los cónyuges tienen que aceptar el desafío de mantenerse unidos. Todo matrimonio (incluido el matrimonio cristiano) pasa por momentos duros. Se experimenta monotonía, la trivialidad de lo cotidiano, el descontento y la insatisfacción profesional; se ve cómo los planes se estropean y que los hijos son muy distintos a como se los deseaba. Y, con los años, se tiene, no rara vez, la sensación de que se es deudor de muchas deudas impagas.
Cuanto más se pone en tela de juicio la imagen clásica de la mujer, más fácil resulta que surjan conflictos del tipo ¿quién tiene que lavar los platos? ¿quién debe limpiar? ¿quién va de compras?, en fin. Tan necesario es pensar quién hará el trabajo de la casa, como absurdo es estar siempre discutiendo por ello.
Creo que para cada hombre y para cada mujer, más que cada tarea particular, son más importantes su buena disposición hacia la familia, un amor sincero entre ellos y hacia sus hijos, que siempre se manifiesta de modo diverso e individual; pero siempre con la disponibilidad de querer llevar en común las preocupaciones del hogar. Es un callejón sin salida pensar que hombre y mujer, padres e hijos deban “emanciparse” unos de otros. Sería mucho mejor que juntos redescubrieran la belleza de estar ahí para los otros, libremente y por amor. Entonces, ya no se piensa que los propios derechos vayan a salir perjudicados, ni tampoco se exige de los demás lo que uno mismo no quiere dar.
Cuando un hombre y una mujer están dispuestos a sacrificarse por su matrimonio y por su familia, es cuando el amor madura. Esta madurez del amor puede conllevar situaciones muy diversas e incluso contradictorias. Para una mujer puede ser un sacrificio quedarse en la casa, por sus hijos, sin trabajar fuera; para otra, puede ser heroico conjugar el trabajo dentro y fuera de casa, por el bien de su familia. No hay recetas fijas que indiquen cómo ha de ser la vida diaria en cada familia concreta, así como tampoco es adecuado juzgar desde fuera cada situación concreta.
Las posibilidades de cada uno son muy distintas: lo que a una persona le resulta muy sencillo, a otra le supera. También las necesidades de los hijos son diferentes, uno sólo puede requerir más energías de los padres que varios juntos. Como dice la citada I. F. Görres, el matrimonio “ya no es más patria y puerto”, sino que llega a ser una verdadera aventura mística, cuando se lo vive en su profunda dimensión espiritual. Así, añade, es la traducción del gran mandamiento cristiano del amor, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, a un tamaño apto para los seres humanos [85].
El matrimonio se vive como una comunión corporal, psíquica y espiritual del ser humano; y en todos los planos, significa, para los cónyuges, una unión entrañable [86]. Por ello, está abierto a nuevas vidas, pues el otro es aceptado en la totalidad de su persona, esto es, también en su fertilidad y en su posible paternidad o maternidad. Sin embargo, si la unión sexual se entendiera únicamente como la procreación de descendientes, se utilizaría y denigraría al cónyuge como un simple medio, se abusaría de él. Asimismo, frecuentemente, se olvida que, si se considera a la pareja tan sólo como objeto de placer, también se la convierte en un objeto. Si en el amor matrimonial se encuentran integrados, tanto el deseo de tener hijos, como la búsqueda de la unión sexual, se puede considerar que la relación entre los cónyuges ha sido lograda. Precisamente, con la aceptación de nuevas personas, que amplían la familia, la comunión de los cónyuges es confirmada y afirmada.
5. 4. La búsqueda de la santidad
Realizarse plenamente a sí mismo, someterse a lo que para toda persona es posible y realizable y, para un cristiano, todavía más: a lo que él, en su concreta situación de vida, descubre como voluntad divina.
En este punto, tocamos la dimensión más profunda del desarrollo personal. Cuando el hombre y la mujer sean capaces de superar la resistencia a la entrega, que se percibe en nuestra sociedad, en todos los planos; cuando estén dispuestos a abandonarse de nuevo al amor de Dios, entonces serán verdaderamente libres. Y esa libertad es fruto de estar desprendidos de sí, de estar redimidos.
La filósofa francesa Simone Weil percibió la tragedia del hombre moderno. Aunque nunca se declaró creyente, juzgó con criterios cristianos, al analizar las sociedades occidentales, y mencionó un remedio sorprendente, la unión personal con Dios: “Lo que hace falta en el mundo, lo que nuestro presente necesita, es una santidad nueva, una santidad que nunca existió. Esta es, al menos hoy, una súplica permitida, porque es una súplica necesaria. Creo que es... la primera súplica que debe ser expresada, hoy, cada día, a cada hora, como un niño hambriento que mendiga pan sin cansancio. El mundo necesita santos con genio, tal como una ciudad infectada por la peste necesita de médicos. Donde hay necesidad, también hay obligación” [87].
Las promesas y exigencias del cristianismo incumben a ambos sexos en igual medida. Sin embargo, podemos preguntarnos, ¿qué significa concretamente para la mujer de hoy, vivir según la fe? Que encuentre su apoyo para desempeñar bien las exigencias, muchas veces exageradas que suponen su dedicación a la familia y a la profesión, en una profunda vida de oración. Que vuelva a descubrir el sentido del sacrificio, del esfuerzo no reconocido, del trabajo callado y aparentemente sin brillo y que también se lo haga descubrir de nuevo al hombre. Y esto no como exigencia de una ideología de tiempos pasados, sino como un desafío de su vida cristiana viva, que sigue teniendo valor para ambos sexos, en las más variadas condiciones de la vida moderna.
En todas las exigencias, protestas y discusiones, los cristianos olvidan con facilidad que Cristo vence en la cruz y no luchando contra ella, y que no triunfó sino hasta después de morir y ser sepultado. Esto no significa que no haya que defender activamente la paz y la justicia; pero sí tener en cuenta que la vida, también cuando el dolor es inseparable, no deja estar llena de sentido. Si tenemos fe, tendremos siempre esperanza, pues “¿quién podrá vencer a aquél cuyo triunfo presupone el fracaso?” [88].
Permítanme unas últimas palabras: seguramente, las cuestiones sobre un modelo de mujer propio, no se resuelven con la determinación de conceptos abstractos. Basta una mirada cariñosa y deseosa de descubrir a la “mujer” de la Sagrada Escritura, a María. Cuando la vida nos demuestra lo bajo que, a veces, puede caer la mujer, María nos muestra hasta donde puede llegar, en Cristo y por el. La Madre de Cristo, con toda la predilección que supone, seguía siendo una persona que tenía que luchar y sufrir como nosotros. Ella ha sabido llevar con dignidad la pobreza, el dolor, el desprecio y el exilio.
Si aprendemos de María a vivir de la fe en toda su dimensión, nuestra sociedad podría cambiar mucho. Un sinnúmero de problemas se resolverían más fácilmente, otros se compartirían. Así como el pecado rasga el lazo que une los dos sexos, así la gracia posibilita que vuelva a existir armonía entre ellos. Su relación es tanto más bella, cuanto mayor sea su cercanía a Dios. Como cristianos, hombre y mujer, se pueden querer mutuamente como son y disfrutar juntos, y son capaces de convivir en igualdad, de un modo responsable para el futuro del mundo. Cuanto más cristiano sea este mundo, será también más humano, y más se respetará la dignidad y libertad de cada persona.
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[1] Cfr. G. Völker y K. von Welck (editores), Die Braut II. Zur Rolle der Frau im Kulturvergleich, Colonia, 1985, pp. 536 - 545.
[2] Cfr. Völker y von Welck, ob. cit., pp. 224 - 231.
[3] Cfr. E. Ennen, Frauen im Mittelalter, 4a. edición, München, 1991.
[4] Cfr. K. Bieber, Simone de Beauvoir, Bonn, 1979, p. 80.
[5] Cfr. C. Wagner, Simone de Beauvoir Wegs zun Feminismus, Rheinfelden, 1984, pp. 1 y 89.
[6] S. de Beauvoir, Das andere Geschlecht. Sitte und Sexus der Frau, Hamburgo, 1951, p. 21.
[7] Beauvoir, ob. cit., p. 49.
[8] J. P: Sarte, Ist der Existentialismus ein Humanismus?, Zürich, 1974, p. 14.
[9] Sartre, ob. cit., p. 14.
[10] La confesión de ser atea en: cfr. Beauvoir, Die Zeremonie des Abschieds und Gespräche mit Jean Paul Sartre. August - September 1974, Reinbek, 1983, p. 565 y sgtes.
[11] Cfr. ver C. Zehl Romero, Simone de Beauvoir in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten, Reinbek, 1978, pp. 120 - 127.
[12] Beauvoir, Das andere... cit., p. 49.
[13] Beauvoir, Das andere... cit., p. 21.
[14] Cfr. Beauvoir, Das andere... cit., p. 73.
[15] Cfr. Beauvoir, Das andere... cit., p. 75.
[16] Beauvoir, Das andere... cit., p. 684.
[17] Cfr. Beauvoir, Das andere... cit., p. 455.
[18] Beauvoir, Das andere... cit., p. 71.
[19] Beauvoir, Das andere... cit., p. 719.
[20] Beauvoir, Das andere... cit., p. 165 y sgte.
[21] Cfr. Beauvoir, Das andere... cit., p. 258.
[22] Beauvoir, Das andere... cit., p. 285.
[23] S. de Beauvoir, Alles in Allem, Reinbek, 1974, p. 455.
[24] Beauvoir, Das andere... cit., p. 722.
[25] Beauvoir, Das andere... cit., p. 724.
[26] Cfr. S. de Beauvoir, Über den Kampf für die Befreiung der Frau, Interview von Alice Schwarzer, Kursbuch 35, 1974, p. 62.
[27] Beauvoir, Das andere... cit., p. 461.
[28] Beauvoir, Das andere... cit., p. 721.
[29] Beauvoir, Das andere... cit., p. 751.
[30] Beauvoir, Das andere... cit., p. 718.
[31] Beauvoir, Das andere... cit., p. 751.
[32] Cfr. Beauvoir, Das andere... cit., p. 502 y 717.
[33] Una resumida exposición de esta ética, también llamada "nueva moral", se encuentra en K. Lüthi, Gottes neue Eva, Stuttgart - Berlín, 1978, pp. 67 - 126. Ver también la feminsta Elisabeth Badinter, Die Mutterliebe. Geschichte eines Gefühls vom 17. Jh. bis heute, München, 1981, p. 267: "De la contradicción entre los deseos de las mujeres y los valores dominantes sólo pueden surgir nuevos modos de actuar que posiblemente transformarán la sociedad mucho más profundamente que todo cambio económico que sea de esperar".
[34] Cfr. p. ejm. Beauvoir, Das andere... cit., p. 209; cfr. pp. 500, 697 y 721.
[35] Cfr. Beauvoir, Das andere... cit., p.689.
[36] Cfr. p. ejm. Beauvoir, Das andere... cit., p. 504.
[37] Cfr. Beauvoir, Das andere... cit., p.70.
[38] Beauvoir, Das andere... cit., p.70.
[39] S. de Beauvoir, entrevista con Alice Schwarzer en: Der Spiegel 15, 1976, p. 195; cfr. también Beauvoir, Über den Kampf... cit., p. 463.
[40] Beauvoir, Über den Kampf... cit., p. 463.
[41] Beauvoir, Das andere... cit., p. 697.
[42] Cfr. Beauvoir, Das andere... cit., p. 409 y sgtes.
[43] Cfr. S. de Beauvoir, Ein sanfter Tod, Hamburgo, 1965, pp. 63 y sgte; Das Alter, Reinbek, 1972, p. 383; Alles... cit., p. 105.
[44] Años más tarde, Beauvoir insiste en que la liberación de la mujer empiece por la emancipación económica, cfr. Beauvoir, Über den Kampf... cit., pp. 65 y 66.
[45] Beauvoir, Das andere... cit., p. 679 y Über den Kampf.. cit., p. 462.
[46] B. Friedan, The feminin Mystique, 1963. Der Weiblichkeitswann, Hamburgo, 1966.
[47] Friedan, ob. cit., p. 33.
[48] Friedan, ob. cit., p. 52.
[49] K. Millet, Sexual Politics, 1969. Sexus und Herrschaft. Die Tyrannei des Mannes in unserer Gesellschaft, München, 1971.
[50] Cfr. S. Firestone, The Dialectic Sex, 1970; en alemán: Frauenbefreiung und sexuelle Revolution, Frankfurt a. M., 1976, p. 41; cfr. también Beauvoir, Über den Kampf... cit., p. 463.
[51] Firestone, ob. cit., p. 191.
[52] Firestone, ob. cit., p. 191.
[53] Ver A. Schwarzer, Frauen gegen den § 218, 2, Frankfurt a. M., 1971.
[54] A. Schwarzer, Der kleine Unterschied und seine großen Folgen, Frankfurt a. M., 1975.
[55] Cfr. A. Schwarzer (editora), Simone de Beauvoir heute, Reinbek, 1983, pp. 9, 14 y 96.
[56] Cfr. Schwarzer, Der kleine Unterschied... cit., pp. 206 y sgte.
[57] Cfr. Schwarzer, Der kleine Unterschied... cit., pp. 208 y sgte.
[58] Cfr. Schwarzer, Der kleine Unterschied... cit., pp. 200.
[59] Cfr. revista Emma, septiembre de 1978.
[60] Cfr. Schwarzer (editora), Frauenarbeit-Frauenbefreiung, Frankfurt a. M., 1973, p. 27.
[61] Cfr. M. Daly, Gyn/Ecology; en alemán, Gyn/Ökologie, München, 1982.
[62] Cfr. R. Garaudy, Der letzte Ausweg. Feminisierung der Gesellschaft.
[63] El hecho de que la actitud frente a la maternidad divide al movimiento feminista, se muestra en una conversación entre Simone de Beauvoir y Betty Friedan. Esta última senala: "Now, I think we do disagree. I think that maternity is more than a myth, although there has been a kind of false sancity attached to it". Cfr. Sex, Society and the Female Dilemma. A Dialog between Simone de Beauvoir an Betty Friedan, en: Saturday Review (14 de junio de 1975), p. 20.
[64] B. Sichtermann, Weiblichkeit. Zur Politik des Privaten, Berlín, 1983, p. 27. Cfr. también p. 32.
[65] Cfr. L. Caldecott und S. Leland (editores), Reclaim the Earth, Londres, 1983, p. 1.
[66] Cfr. p. ejm. L. Segal, Ist die Zukunft weiblich?, Frankfurt a. M., 1989.
[67] E. Vilar, Das Ende der Dressur, München, 1977, p. 194.
[68] C. Collange, citada en E. Motschmann, Offen gefragt, offen geantwortet, Berlín, 1988, p. 70.
[69] B. Sichtermann, FrauenArbeit, Über wechselnde Tätigkeiten und die Ökonomie der Emanzipation, Berlín, 1987, p. 50.
[70] B. Sichtermann, ob. cit., p. 9.
[71] B. Sichtermann, ob. cit., p. 57 y siguiente.
[72] Cfr. B. Sichtermann, ob. cit., p. 22.
[73] B. Sichtermann, ob. cit., p. 13.
[74] B. Sichtermann, ob. cit., p. 57.
[75] B. Sichtermann, ob. cit., p. 54.
[76] Cfr. F. Geinoz, Wenn die Bevölkerungsfrage Familienwerte erstickt, en Familie und Erziehung 16 (1994), n° 3, p. 4.
[77] C. Collange, Die Wunschfamilie, Düsseldorf-Viena, 1993, p. 226.
[78] Juan Pablo II, Carta apostólica Mulieris dignitatem, 1985, N° 19.
[79] Tito 3,4.
[80] Cfr. sobre este punto J. Angst y C. Ernst, Geschlechtsunterschiede in der Psychiatrie, en: Weibliche Identität im Wandel. Vorträge im Wintersemester 1989/90, Heidelberg, 1990, pp. 69 - 84.
[81] Juan Pablo II, ob. cit., N° 30.
[82] Edith Stein, Die Frau, Ihre Aufgabe nach Natur und Gnade, Friburgo, 1959, p. 8.
[83] Cfr. A. Jourdain von Hildebrandt, Feminismus und Feminität, (manuscrito de una conferencia, sin publicar, sin fecha).
[84] I. F. Görres, Zwischen den Zeiten, Friburgo, 1960, p. 15.
[85] Cfr. I. F. Görres, ob. cit., pp. 413 y sgte.
[86] Cfr. N. y R: Martin, Johannes Paul II: Die Familie. Zukunft der Menschheit, Vallendar, 1985, p. 324.
[87] S. Weil, citada por G. Siegmund, Die Stellung der Frau in der Welt von heute, Stein am Rhein, 1981, p. 95.
[88] G. v. Le Fort, Der Kranz der Engel, 6a. edición, München, 1953, p. 302.
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