El video titulado "Lo Mejor del Encuentro Mundial de Las Familias" es un documento vibrante, de gran valor documental, periodístico y pedagógico, que recoge los momentos más significativos, vívidos y emotivos del Encuentro Mundial de las Familias en Valencia, España: desde los testimonios que descubren el gran valor humano y cristiano del amor conyugal y de la Vida Familiar, expresados por familias y personalidades procedentes de distintas partes del mundo, hasta algunas de las más certeras palabras pronunciadas por el Papa Benedicto XVI, en las que expone con su cálida sencillez la pedagogía de la Iglesia en relación con la familia, y explica por qué ésta merece tan especial atención por parte del Magisterio Eclesial.
Ante la invasión de nuevas formas de concebir la convivencia humana, y el hecho que algunos, como los defensores de la ideología de género, consideren que cualquier tipo de convivencia vale, menos precisamente el matrimonio y la familia, creo que es interesante que nos planteemos qué es un matrimonio y una familia normal.
El matrimonio está constituido por la unión de un varón y de una mujer, que constituyen una comunidad de vida, con objeto de procurarse ayuda mutua y contribuir al mantenimiento de la especie humana. La unidad matrimonial de los esposos con sus derechos y obligaciones conlleva una tarea común, que se inicia desde el momento mismo de contraer matrimonio y que se va realizando en las cosas de cada día. Supone una convivencia estable, una residencia compartida, un reparto del trabajo y de los roles, relaciones sexuales abiertas a la procreación, ayuda mutua y educación de los hijos. La convivencia matrimonial hay que trabajarla día a día, momento a momento, lo que lleva consigo un trato que se sensibiliza y expresa en las palabras, obras y gestos adecuados. El amor conyugal, por su exigencia y estructura íntima, no es sólo sentimiento; es esencialmente aprecio, estima y consideración mutua, pero sobre todo un compromiso con el otro, compromiso que se asume con un acto preciso de la voluntad que tiende a la donación total, exclusiva y perenne de sí mismo al otro cónyuge y se traduce en el consentimiento personal irrevocable con el que se establece la íntima comunidad de vida y amor propia del matrimonio.
Nacemos y crecemos ordinariamente en el seno de una familia. Defendamos y sigamos hablando de familia normal, aunque y porque sus adversarios quieren que digamos familia tradicional. Ya los romanos decían “questio de nomine, questio de re”, es decir la cuestión sobre el nombre, es ya cuestión sobre el fondo del asunto, y renunciando a llamarla familia normal, estamos poniendo a las demás formas de convivencia al nivel y altura de la familia normal, cuando no es así. La familia normal, la más íntima y profunda sociedad natural, es el lugar donde se recibe el don de la vida y donde uno es querido simplemente por ser miembro de ella. Vivimos con nuestros padres, hermanos y, tal vez, algún otro familiar. Los lazos familiares constituyen el pacto más resistente de apoyo mutuo y de protección que existe entre un grupo de personas. La familia se basa en que un hombre y una mujer se quieren y se entregan mutuamente en un amor fecundo que se abre a los hijos creando vínculos de afecto y solidaridad que duran toda la vida. Es decir la familia se sustenta en el matrimonio estable, y sin él se resiente y se debilita.
El amor debe encontrarse en los orígenes del matrimonio, dando sentido y protegiendo la libre elección de los que van a casarse, elección que empeña su persona y destino. El amor conyugal nace del enamoramiento y se prolonga en la convivencia familiar. La familia es el lugar idóneo para que niños, chicos y jóvenes de ambos sexos, puedan desarrollarse como personas. Es, además el lugar ideal para la transmisión de valores entre las diversas generaciones. La familia es un patrimonio de la humanidad, la célula fundamental y básica de la sociedad, un modelo para todas las demás formas de convivencia humana, y una institución natural anterior a cualquier otra, incluida la del Estado. Por ello es el núcleo central de la sociedad civil. Ninguna otra institución social resuelve mejor que la familia muchos de nuestros mayores problemas, como cuáles han de ser nuestros comportamientos básicos, ni se basa en algo tan permanente como la gestación, crianza y educación de los hijos. La convivencia exige una adaptación continua con los demás; es cuestión de tolerancia y flexibilidad, por lo que se requiere también una educación en valores. Y el primer valor es la superación del egoísmo. Como estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, o amamos a los demás y somos generosos, o lo tenemos claro, o, mejor dicho, muy oscuro.
Por ello la familia normal es el futuro de la humanidad, puesto que en ella se concentran los principales valores de la persona humana y de la propia sociedad. En la familia encontramos el soporte afectivo y la estabilidad emocional que necesitamos en orden a nuestra realización personal. Por supuesto que vivir el amor es bastante más que hacer el amor, aunque la sexualidad en el ámbito matrimonial sea el lenguaje privilegiado del amor. El hogar no debe ser una suma de soledades propias de una pensión u hotel donde los que viven bajo el mismo techo cohabitan pero no conviven, sino que es el lugar donde los miembros de la familia comparten lo que son y lo que tienen, llegando así la familia a ser algo más y distinto de la suma de los individuos que la componen.
Resulta curioso que unas realidades tan antiguas, naturales y universales como son el matrimonio y la familia estén tan permanentemente cuestionadas. La familia como institución se basa en la naturaleza humana, que es en sí sociable, y por ello la sociedad debe prestarle atención, respeto y ayuda, tanto más cuanto que ningún tipo de sociedad puede sobrevivir mucho tiempo a la destrucción de la institución familiar, una de sus estructuras básicas. La familia y el ideal familiar necesitan apoyos constantes, lo que supone defender sus derechos, impulsando su función social y el protagonismo que le corresponde en la vida. Pero aún así es la institución más sólida y valorada en un plano puramente humano, y si la vemos con la luz de la fe cristiana recordando que existe la Providencia divina y que el matrimonio y la familia son instituciones de origen divino y no productos de la voluntad humana, y además están bendecidas con un sacramento, es decir son lugares privilegiados para el encuentro con Dios, tenemos aún mayores motivos de optimismo.
En los discursos en torno a la cuestión social, escuchamos a menudo una nota de reproche dirigida a los padres por desatender las tareas que les corresponden como tales. La crítica se intensifica al enfocarse en aquellos padres a los cuales se reprocha un generalizado desinterés en relación con sus propios hijos, así como la incapacidad para educarlos. Por tanto, ellos estarían dando muestras de irresponsabilidad e incompetencia, abandonando a madres e hijos en una relación simbiótica.
Desde hace algunos años, el discurso sobre los padres se ha modificado. Después de reivindicarse el conflicto del padre, y luego su muerte, ahora nos encontramos reprochando su presencia débil o su desaparición.
Ciertamente, una «sociedad sin padre» tiene consecuencias tanto en la capacidad de relacionarse con los demás como en el desarrollo psicológico de los niños. Pero los interrogantes que surgen en torno al padre tampoco demuestran que éste no haya muerto, ni que se esté verificando un restablecimiento del orden social.
Conviene asimismo establecer una diferencia entre la modalidad con la cual se vive el ejercicio de la paternidad, que puede variar de un período a otro de la historia, y la figura paterna, que no cambia en la respuesta a las necesidades esenciales que citaré más adelante.
Por diversos motivos, puede ocurrir que el padre esté ausente físicamente a causa de su muerte o partida, del divorcio o de su falta de presencia en las relaciones monoparentales.
Esta ausencia física del padre se vive frecuentemente mal, porque el niño o el adulto carecen de una dimensión de seguridad y realización. Obviamente, es posible que futuras compensaciones puedan contribuir a proporcionar a la personalidad lo que ésta requiere para su formación; pero en muchos casos subsiste una sensación de vacío, que debilita al sujeto tanto en sí mismo como en su propia existencia. Cuando en una sociedad el fenómeno de la ausencia paterna adquiere carácter masivo, deben esperarse consecuencias no sólo en el devenir psicológico del individuo, sino también a nivel social.
A continuación citamos algunas situaciones a modo de ejemplos clínicos:
• Un hombre de sesenta años decía recientemente que mientras más envejecía, en mayor medida su padre, muerto en el exilio cuando él era niño, le hacía más falta en comparación con la época en que era joven, lo cual demuestra que los problemas vinculados con la figura paterna suelen presentarse en un espacio temporal amplio, no necesariamente en forma aguda.
• Un adolescente de quince años, sumamente desestabilizado en el plano escolar a raíz de la decisión de su padre de ir a vivir con otra mujer, se quejaba de esta situación afirmando lo siguiente: «Un padre no debe hacer esto ni a su esposa ni a sus hijos. Cuando un padre deja su casa, el techo se derrumba». Con esta imagen del techo, el adolescente expresaba la sensación de ya no estar protegido por la presencia paterna.
• En una familia cuyo padre manifestaba cierta pasividad, tendiendo a dejar mucho espacio a la esposa, uno de los hijos, que ya era un adulto joven, se encuentra actualmente en terapia. Reconoce el hecho de que sus hermanos y hermanas muchas veces han buscado al padre, animándolo y provocándolo con el fin de que ejerciese su propio rol. Sin embargo, él no logró hacer eso por ser demasiado apegado a su madre, que por su parte vivía una relación de extraña complicidad con el hijo. Hoy este joven tiene dificultades para iniciar una conversación cara a cara con una mujer, por temor a ser herido.
• Una niña de seis años, que vive sola con la madre, siempre procura hacer que se case con los amigos que vienen a verla. Para la niña, es una manera de poner a un hombre, «un padre», entre ella y su madre.
• Durante un programa reciente de televisión, destinado a demostrar que dos mujeres lesbianas, una de las cuales se había inseminado con éxito, podían criar un niño sin problemas (tesis además apoyada por otras personas allí presentes), el animador preguntó a la hija de siete años qué pensaba al respecto. La niña declaró sencillamente, haciendo eco al concierto de elogios: «Sí, pero no tengo papá». Es un justo lamento de una niña privada del hombre y el padre, figuras esenciales para su adecuado crecimiento.
Pasada la crisis de la adolescencia, en la cual se cuestionan las imágenes paternas, nos encontramos con una etapa posterior, período durante el cual se producen cambios a menudo dirigidos a la reconciliación con la imagen de los padres.
Con o sin razón, es posible hacer muchos reproches a los padres, especialmente en relación con una educación que ha favorecido la libertad y la autonomía hasta el momento en que el adulto joven descubre los límites de sus padres y las inhibiciones que proyectaba en ellos.
Esta reconciliación física es necesaria para que el hijo pueda aceptar su propia masculinidad reconociendo al padre y la hija pueda aceptar su propia feminidad reconociendo a la madre. Ampliemos las problemáticas delineadas con algunas observaciones.
El padre, con su presencia física, psíquica y simbólica, tiene un rol estructurante de la personalidad. Todo individuo está relativamente condicionado por la «imagen» que se ha construido de su padre, a partir de la cual ha elaborado su propia personalidad, o «una imagen paterna».
Se trata de saber en qué medida esta imagen corresponde con el padre a) real, b) ideal y c) simbólico, o si se aleja del mismo. No me extenderé sobre esas realidades, pero estos tres aspectos contribuyen a formar la imagen psíquica, que funcionará como guía en la representación de uno mismo y el padre. Esta imagen es sobre todo producto de la forma en que el niño ha percibido y vivido al padre, a veces independientemente de lo que él es en realidad.
Este padre psíquico, reconstruido por las esperas, los temores y las frustraciones, a menudo se vive de manera distinta al padre real. Ciertamente, también el padre real tendrá un influjo especial en el niño. Una personalidad brutal, ruda, inquieta, insegura, ausente, silenciosa, que desaparece detrás de la madre por múltiples razones, o por el contrario, una figura dinámica, vigorosa, presente como padre, que comparte actividades y se expresa verbalmente, no producirán los mismos efectos; pero éstos también podrían ser neutralizados o compensados por el mismo niño, mientras al mismo tiempo otros individuos podrían asumirlos.
Durante algunos períodos de la infancia o la adolescencia, a pesar de su presencia positiva, el padre puede parecer inoportuno o una figura de la cual se espera mayor reconocimiento. La ausencia del padre real y la función paterna o lo que ésta representa como símbolo, a lo cual volveremos después, puede inducir un déficit en el desarrollo psíquico: falta de sentido de los límites, falta de confianza en uno mismo, escasa o ninguna percepción de la identidad sexual propia y de los demás, elementos que se expresan todos ellos frecuentemente mediante la violencia.
A pesar de la ausencia física, la existencia del «padre» puede representarse en el lenguaje o ser compensada por otras personas, y su lugar se puede ocupar con la imagen positiva que la madre puede tener del hombre.
En compensación, una ausencia simbólica es más grave, pues significa que los adultos ya no saben ejercer su función paterna con los hijos, con lo cual el sentido de la ley, de la diferencia sexual y de la realidad corren riesgo de dejar de tener significado. ¿Es posible entonces abstenerse de hablar del padre? No, ciertamente.
En este aspecto, suelen cometerse errores graves en los discursos de los educadores. Sucede de hecho que, so pretexto de que algunos niños no conocen a su padre o de que sus padres están divorciados, se evita evocar en la familia el rol de la paternidad. Me decía un profesor que en algunas escuelas básicas, ciertas colegas suyas se atienen al siguiente criterio en el día del padre: simplemente no hablan con los alumnos, y además, para no despertar celos, han suprimido la entrega de pequeños objetos de recuerdo con ocasión del día de la madre.
Sin duda, ellas piensan compensar de este modo la ausencia del padre, guardando silencio sobre su falta de presencia. Sin embargo, eso debería constituir un motivo más para hablar del rol y la posición del padre, ya que precisamente en los discursos de los adultos los niños perciben las diferencias de los símbolos paternos, esencial para su formación.
En la sociedad contemporánea, la educación debe enfrentar la ausencia del «padre» y proporcionar los medios para tratarla mediante el lenguaje. Son numerosos los casos de personas que se quejan por no haberse comunicado suficientemente con su padre, si bien reconocen que objetivamente nada tienen que reprocharle. Se trata más bien de un sentimiento, de una impresión difícil de documentar en la realidad.
El problema reside en saber cómo se ejerce la paternidad. Ésta se ejerce a menudo con el silencio. Efectivamente, si bien la relación verbal se expresa más fácilmente con la madre, el sentido de la palabra y la cultura se adquiere mediante la relación con el padre. Está en lo indecible y en el hacer. Durante la mayor parte del tiempo, el niño hace y quiere hacer cosas junto con el padre. El silencio de este último se interpreta a veces paradójicamente como indiferencia o presencia opresiva. El silencio se llena de angustia y abandono, y en el niño crece el miedo a ser despojado de la libertad, a ser vigilado.
Sin embargo, el silencio es esencial en la función paterna, conduce a la autonomía y deja espacio para que el niño pueda apropiarse de sus aptitudes, entre ellas la palabra. Esto no significa que no exista la conversación con el padre. Siempre subsistirá un displacer latente en el hecho de no considerar al padre, así como a la madre, en el diálogo y en una confrontación suficiente con el mismo. Este dilema ha existido siempre. El padre es quien deja espacio para la carencia, con el fin de que el deseo y la palabra se desarrollen sin una falsa sensación de satisfacción.
Desde hace muchos años, los psiquiatras y los psicoanalistas constatan la relativa ausencia de los padres en la estructura psíquica y social de gran cantidad de personas. Esta carencia se manifiesta a menudo en confusiones de la identidad sexual y la filiación, dificultades para ser racional y vivir en la realidad, así como un aumento de comportamientos incorrectos provocados por la dificultad para adquirir sentido de los límites (toxicomanía, bulimia/anorexia, actitudes de rebeldía). La inconsistencia de la imagen paterna se explicita también mediante la incapacidad de los sujetos para institucionalizarse y desarrollar un vínculo social sólido. La relación institucional produce angustia en las personalidades narcisistas, que no están en condiciones de comprometerse en lo social durante un período determinado de tiempo: carecen de la madurez temporal, indispensable para tener una conciencia histórica.
La imagen de la presencia paterna se sitúa en el tiempo y la historia, mientras la imagen materna se sitúa en lo inmediato. En la psicología de numerosos jóvenes, solamente prevalece la imagen de la madre. Deducimos de esto que el matriarcado social y educativo que estamos viviendo favorece la formación de psicologías de carácter sicótico y delirante.
Debilitamiento de la imagen social del padre
En los últimos años ha evolucionado la imagen social del padre, y hemos presenciado sobre todo un progresivo debilitamiento de la figura paterna. Se ha producido contextualmente una confusión entre dos realidades distintas, el hombre y la función, que da origen a otra confusión, entre la personalidad del hombre y la función del padre.
Examinemos brevemente estos cambios en la mentalidad común, considerando la diversidad de modalidades con que una sociedad representa al padre y con las cuales los hombres desean vivir la función paterna.
Hemos pasado de la imagen del padre burgués napoleónico, autoritario e infantil al padre ausente y amado, que vuelve de la guerra y permanecerá disperso, convirtiendo a la madre en viuda y al hijo en huérfano. La figura del padre que vuelve de la guerra adquirirá una valencia positiva, pero también la del que vuelve del trabajo.
Durante todo el período entre las dos guerras, será un tema recurrente el regreso diario del padre al hogar, pero también del que asimila y transmite a sus hijos la certeza de ser «explotado». La idea del padre humillado y rechazado seguirá arraigándose después del siglo XVIII y se afirmará en forma violenta en los años 50 del siglo XX (es un buen ejemplo la película Rebelde sin causa, con James Dean, un actor al cual rinde culto toda una generación).
Esta visión seguirá desarrollándose con los acontecimientos de mayo de 1968, cuando los adolescentes de la época impusieron sus propios modelos juveniles, como el de la «muerte del padre», modelos con los cuales convivimos todavía y se replantean en la actualidad con la crisis de la educación, la infidelidad, la homosexualidad y la drogadicción…
La negación de la realidad suele ser traducción del rechazo del padre.
Esta muerte social del padre, rechazada y negada, examinada por toda una corriente filosófica, ha generado dos imágenes como reacción ante esta carencia.
1) La imagen del padre-compañero, que debe estar presente más como individuo que como símbolo. Por ejemplo, para algunos era insoportable ser llamados «papá» por sus hijos y preferían que usaran su nombre en vez del título paterno. El rol simbólico perdía valor, así como la relación institucional, relegada a anticuado legado de la historia.
2) La otra imagen fue la del papá-gallina clueca, que invitaba al padre a jugar a la madre. Esa imagen revelaba la tentativa del padre de encontrar un nuevo lugar mientras aumentaba el rechazo de su presencia con realidades culturales como el repudio al vínculo y el énfasis en la razón; pero en este caso, el papá, que no era madre y menos aún era padre, no anhelaba tanto, y en la casa desempeñaba el rol de hijo primogénito. Se condensó entonces una progresiva reserva mental en la imagen del padre, más bien para reducir su valor que para ayudarlo a ejercer su rol.
Se empezó a hablar de «carencia paterna», como algo ya propio del pasado, o de mala imagen del padre, asociada a la brutalidad, la ebriedad y el juego. Eso condujo al Estado a desear sustituir cada vez más la función del padre. El docente, el médico, el juez y el educador ejercían progresivamente esa función en el niño, expropiándose al padre el poder de transmitir, reprochar, educar y abrir los hijos a la vida. El padre se consideraba incapaz de cumplir tanto la función educativa como la de vigilancia de sus hijos.
«Este individuo es absolutamente ignorante, un poco alcohólico, y no parece digno de ejercer la autoridad paterna». Es el estereotipo del padre «carente», propuesto desde hace más de un siglo. Las figuras de los diseñadores Reiser y Cabu, más cercanas a nosotros, han retomado en sus diseños la misma imagen del padre, de un pobre infeliz, a menudo alcohólico, incapaz de asumir sus deberes.
Con todo, este modelo no correspondía a todos los padres. Por consiguiente, era preciso construir una imagen con la cual se pudiese manifestar en la esencia misma de la sociedad, también de manera indirecta, la exigencia de destituir al padre. Al observar la imagen del padre propuesta y comentada en las películas o en las series de televisión actuales, ¡surge el temor de que esta imagen no haya dejado de existir! En el mundo contemporáneo, la carencia paterna se presenta en términos más psicológicos y a veces morales, mediante nociones como «ausencia», «abandono», «falta de autoridad». El proceso al padre está siempre presente e influye en las representaciones sociales y los comportamientos individuales.
Al padre se le muestra a menudo como un fracasado, lo cual no facilita a los jóvenes la tarea de encontrar, en la sociedad, materiales simbólicos que los ayuden a interiorizar la función paterna. Estos deben recurrir sobre todo a sus propios recursos íntimos, encontrando la dimensión de la paternidad en el ámbito de la experiencia personal, comenzando por su padre, con el fin de organizar su propia relación paterna.
Precisamente por este motivo, muchos padres jóvenes participan en reuniones destinadas al aprendizaje de su oficio de padres, especialmente quienes no tienen experiencia paterna y no saben cómo ocuparse de un niño o su esposa al convertirse en madre. A menudo dicen: «¡Enséñennos a convertirnos en padres!».
El aumento de los divorcios y el progreso de las técnicas de procreación asistida favorecen el olvido del padre, excluido y alejado: el padre desposeído de su hijo y su función básica. Ahora bien, el padre es igualmente inexistente desde el momento en que se pretende que el hijo puede concebirse sin penetración sexual, quedando la elección puramente en manos de la mujer, en nombre de una biologización solitaria de la filiación.
El Estado también ha deseado sustituir al padre, otorgando a la madre el rol predominante o único en la paternidad. En cierto modo, en relación con el niño por nacer, el derecho ha acentuado la desigualdad entre el hombre y la mujer. Con el desarrollo de los métodos anticonceptivos y la legalización del aborto en las primeras diez semanas de gestación, la mujer se ha convertido en propietaria del hijo por cuanto decide sola si proseguirá o no el embarazo.
Fuera del matrimonio, la madre puede reconocer sola al hijo, en menoscabo del padre. Por otra parte, si bien de hecho en la maternidad no puede otorgarse participación, por cuanto es una experiencia original de la mujer, en compensación la procreación es compartida entre el hombre y la mujer y no puede ser exclusivamente de ella, a menos que nos encaminemos al matriarcado. De hecho, muchos padres experimentan a menudo un sentimiento de injusticia cuando escuchan decir que están ausentes. Si bien algunos realmente lo están, la mayoría procura, sin embargo, mantener su función equilibrante en el ámbito familiar, a diferencia de otros períodos históricos en que el padre tenía una imagen social de persona aislada y autoritaria.
Sería preciso, con todo, atenuar un poco esta visión, porque en el siglo XVIII, con el progreso de la escolarización, los padres se tornan preocupados de la educación afectiva e intelectual de sus hijos. Centran muy activamente la atención en las responsabilidades de las instituciones escolares, a las cuales se exige la función de «segundo padre» para los hijos.
¿Cómo viven los padres en la actualidad? Su comportamiento está dotado de numerosas características, que podemos exponer detalladamente. Se dice que los padres contemporáneos se preocupan en mayor medida de la calidad de la relación en la pareja y con sus hijos. Quieren estar afectivamente cerca de los hijos, y despliegan su tarea específica mediante esa forma de vínculo. Con su presencia insertan a los hijos dentro de una filiación, garantizándoles la triple función de padre, sustentador y educador. Por este motivo representan una referencia distinta en comparación con la madre. Su presencia física es relacional, y en particular entrega al niño una especie de contacto corporal y de intercambio afectivo enteramente peculiar.
Los niños necesitan realmente la presencia física del padre, jugando, enfrentándose y midiéndose corporalmente con él. Este intercambio afectivo con el padre, más vigoroso que con la madre, permite a los hijos adquirir seguridad y confianza en sí mismos. Hemos tenido una tendencia a desencarnar al padre, pensando que para suplir su ausencia sería suficiente una función simbólica. Esta hipótesis suele verificarse, pero en la tentativa por concretar excesivamente la realidad puramente simbólica, se termina por olvidar la importancia de la presencia física del padre. La simbología paterna puede explicarse a partir del arraigo físico. Al pretender olvidar la importancia de la presencia de los cuerpos, se corre riesgo de anular también el símbolo que representan. Esta presencia da al niño seguridad y sentido de los límites y la autoridad. El padre es quien permite enfrentar la realidad y la separación o insertar entre la madre y el hijo un espacio que libera de la inmediatez y la fusión con los seres y las cosas. El padre otorga libertad.
Por otra parte, si el niño no ha vivido esta experiencia de la paternidad, para él será difícil, en la edad adulta, enfrentar la realidad sin experimentar a veces un inmenso dolor físico. Hay quienes se deprimen al tomar contacto con la realidad y piensan en el suicidio. Ante la noción del «padre ausente», se plantea una interrogante. ¿De qué padres hablamos al afirmar que los padres están ausentes? ¿Se trata de los papás, de los individuos que son padres y no cumplirán más su función, o se trata de la función paterna que tendrá dificultades para afirmarse en la sociedad?
Quisiera destacar aquí el hecho de que la función paterna ha sido progresivamente desvalorizada en el plano social, mientras en la realidad los padres cumplen su tarea con los hijos durante la mayor parte del tiempo; pero las imágenes sociales que minimizan o reducen el valor de la paternidad no apuntan a mantener inalterada su función simbólica y permiten intuir que «es posible prescindir de la misma».
La negación del padre conduce también a la desvalorización del mal, lo cual provoca automáticamente la desvalorización de todos los productos de la evolución: la cultura, el lenguaje y el sentido de la ley y los límites. La negación del padre es también un rechazo del principio de autoridad y de la transmisión de los valores, que se constata en la escuela y la familia. La vida familiar se compara a menudo con una sociedad democrática, donde todo debe discutirse y decidirse conjuntamente entre los padres y los hijos. En realidad, este modelo no es sostenible. Es necesario hablar con los hijos y escucharlos, pero ellos no deben imponer sus exigencias. Corresponde a las leyes de la sociedad y a los adultos la función reguladora de las relaciones dentro de la familia. De lo contrario, el niño creerá que todo es negociable y está a disposición de sus deseos.
Es necesario reconocer que la función paterna se ha individualizado cada vez más, acercándose a la de la madre. Hace no mucho tiempo, solamente el padre individual y personal representaba esta función simbólica. En las sociedades más antiguas, dicha función era asumida no sólo con la identificación paterna, sino también por un grupo de padres sociales, que procedían a las sucesivas iniciaciones. La iniciación en la masculinidad no era únicamente tarea del padre biológico. La disgregación del tejido social y la cesación de la relación educativa entre los adultos y la sociedad (porque se presume que los niños son iguales a los adultos a nivel psicológico, como si nada tuviesen que aprender de sus hermanos mayores) significan un gran vacío en la representación de la identidad masculina, vacío que el padre individual está llamado a llenar, pero ante el cual se siente desprovisto de los recursos necesarios. No es sorprendente que la falta de función paterna favorezca el surgimiento de la homosexualidad en el orden social.
Por último, soñamos con una edad de oro de la paternidad, que jamás ha existido. Su función ha variado en el curso de las diversas épocas. En contraposición, la figura del padre, como instancia simbólica, sigue siendo siempre la misma. Lo esencial consiste en poder hacer funcionar la simbología del tercero (del cual es portador el padre), es decir, aquel que es ajeno a la relación madre/hijo, con el fin de permitir que se construya la individualidad sexuada y diferenciada de cada uno.
La imagen del padre en la de la madre
Junto a numerosos individuos que saben ser padres en el sentido aquí evocado, otros reconocen no saber cómo situarse y cómo intervenir en la vida familiar con modalidades distintas a las de la identificación con la madre. El padre se parece demasiado a la madre, por lo cual es considerado una «madre bis» al ser despojado del rol de la fecundidad. En este caso, el padre sencillamente se considera infantil y no es reconocido ni autorizado para cumplir la función de padre: deberá simplemente cumplir una función materna. Es el inoportuno, el no deseado, aquel que no tiene espacio entre la madre y el hijo. Debe ser el espectador benévolo de la pareja madre/hijo. Así, muchos niños permanecen encadenados en esta simbología materna que no les permite diferenciarse. A veces se encuentran solos con su madre en un cara a cara igualitario y mantienen una relación de pareja en la cual son los confidentes, debiendo apoyar al adulto que ha llegado a carecer del cónyuge. Algunos niños aceptan esta posición, aún más penosa por cuanto no los ayuda a resolver su complejo de Edipo.
Despojados de la función paterna, que los habría ayudado a diferenciarse e individualizarse, recurren a la violencia para poderse afirmar. Las madres que se quejan de no conseguir ser obedecidas por sus hijos no logran reaccionar. A menudo constituyen el principal objeto de la agresividad de los niños y los adolescentes. La expresión «friega a tu madre» expresa muy bien el objeto principal de la agresividad incestuosa y sádica, el deseo de afirmarse y destruir el objeto arcaico, que en ausencia de terceros, en caso de necesitarse el padre, no ofrece alternativa alguna de la cesación de la relación básica. Los «friega a tu madre» permanecen atrapados en un Edipo contextualmente desestructurante y autodestructivo, como vemos en numerosos ejemplos recientes. Sería preciso prestar más atención a todos esos estribillos de música rap (provenientes sobre todo de los Estados Unidos), que hablan de la violencia y el odio contra las mujeres y han surgido cuando la función paterna es débil. Es fácil comprender que el matriarcado educativo y social es y será cada vez más una fuente de violencia, ya que la violencia (intrafamiliar) no es puramente consecuencia del desempleo o de una arquitectura desastrosa inspirada en Le Corbusier; sino también y más que nada expresión de una disfunción simbólica de los fundamentos de nuestra sociedad.
En el curso de algunos años, la función paterna ha sido desacreditada, así como la relación educativa. Algunos hombres suelen alterarse ante la idea de ser «padres», ya que ellos mismos carecen de la correspondiente vivencia afectiva y de referencias paternas, y viven en una sociedad que no les proporciona ayuda simbólica alguna por cuanto presenta únicamente imágenes de la relación madre/hijo.
El padre despojado y el hombre despedido nos obligan a interrogarnos sobre la forma en que la sociedad acepta la diferencia de sexos. La condición humana está dividida en dos sexos y sale al encuentro de la fantasía infantil del sexo único o del rechazo de uno de los dos sexos propios de la psicología humana.
Estas dos realidades psíquicas se resumen en dos corrientes de pensamiento que procuran justificar el feminismo y la homosexualidad. Ambas corrientes afirman que somos ante todo humanos, antes de ser hombres o mujeres. Semejante concepción olvida –para los menos irrealistas e irracionales– que lo humano en sí mismo no existe. Se trata de una defensa contra el obstáculo que significa ser de uno u otro sexo, pero ciertamente no el hecho de ser asexuado o tener los dos sexos simultáneamente, y menos aún anulando el sexo que no se está en condiciones de reconocer. No podemos ser una persona humana sin ser macho o hembra. Esta diferencia no es puramente, como todos lo saben, un problema de órganos o de unión genital. Se trata de la asimetría entre dos personas sexuales, del hombre y la mujer, en el corazón y los sentidos, y de la extrañeza que puede representar la alteridad.
Por otra parte, es difícil acceder a esta dimensión cuando no se acepta ni se integra en la vida psíquica la diferencia de los sexos. Es complicado ser auténtico y tener la percepción de la ley que distingue al hombre de la naturaleza cuando se requiere evitar y definir esta doble realidad. El homosexual se complace en la confusión y los trastornos permanentes de las relaciones, las ideas, los sentimientos, los valores y las leyes.
Los discursos sociales sobre la homosexualidad, con absoluto descaro, no reivindican un derecho a la no diferenciación, siendo esto contradictorio y algo que niega lo que razonablemente permite la diferencia. El período álgido de la negación se produce cuando se afirma que el hijo puede concebirse sin penetración sexual, sin sexo, y puede educarse como el hombre sexuado rechazando la identidad sexual. De este modo se elimina al otro en la ceguera edípica, que es una forma de representar nuevamente el homicidio del padre, pero ahora en la realidad y no en la fantasía.
En esta hemorragia psíquica se da a entender que el incesto es posible cuando se desea un hijo a partir de un solo sexo. El padre ya no es necesario, todos juegan a la madre. En esta perspectiva asexuada y por consiguiente irreal, no cuentan la identidad corporal y sus límites.
Existe la castración simbólica, que permite con todo aceptar el propio cuerpo sexuado, el propio lugar en el orden de la filiación y las generaciones, así como constituirse como individuo fecundo. Basta con limitarse a un juego de deseos y atracciones subjetivas. Cada uno debe situarse más acá de una visión global de sí mismo y el otro, y en una vertiente que permanece fuera del componente genital.
En este contexto, se comprende que la sexualidad indiferenciada de la estructura infantil o del comienzo de la vida sea valorizada mediante el mito social de la homosexualidad; la homosexualidad, que será la señal de la modernidad y la liberación de la coerción de los dos sexos. Será inútil entrar en esta diferencia fundamental para refugiarse en la ilusión de un sexo único o simplemente en la anulación de su doble realidad. El rechazo o la ausencia de la función paterna conduce a largo plazo al rechazo mismo de la diferencia de los sexos, a la valorización de la homosexualidad, al rechazo del padre en beneficio de la madre. La madre, omnipresente y omnipotente, se apoya en la fantasía de la mujer autosuficiente.
Hemos aludido hasta ahora a los problemas que surgen del ejercicio de la paternidad. Ahora quiero precisar los recursos propios de la misma.
¿Cómo comprender la función paterna?
La función paterna es indispensable para diferenciar al hijo de la madre. La madre ocupa el espacio imaginario a partir del cual el niño tiene la ilusión de actuar en el mundo. Ella es una fuente de seguridad, que permite evitar la angustia del abandono; pero este universo de la madre y el hijo funciona como un mundo cerrado, y de aquí deriva la importancia de la función paterna. El padre tiene una función de separación o anulación de la fusión para que el niño pueda conquistar su propia autonomía. Él permite al niño acceder a la realidad y al lenguaje. Cuando está ausente el sentido del padre, el sentido del lenguaje, de la palabra y los términos corren riesgo de desaparecer y provocar la caída de lo simbólico. Con la alteración de la concentración, de lo cual se quejan muchos jóvenes en su vida escolar o universitaria, suele presentarse la dificultad de acceder a las diversas funciones simbólicas. El padre es también quien dice no (al niño y a la madre, lo cual permite justamente diferenciar a ambos padres), quien plantea la negación y señala lo prohibido o el límite a partir del cual la vida resulta posible. El rol de la función paterna otorga fundamento a la ley simbólica de la familia y sitúa al hijo en su lugar cuando éste manifiesta una tendencia a creerse el error de la madre o el representante de toda su imaginaria fuerza.
El padre se sitúa como mediador entre el hijo y la realidad, consistiendo su rol en introducirlo a la realidad, lo cual favorece el despertar de la racionalidad, el sentido de las relaciones con el mundo exterior y el acceso a la cultura. Por último, la diferencia de los sexos, representada por el padre, tiene un rol de revelación y confirmación de la identidad sexual. La hija y el hijo inicialmente tienen de hecho una tendencia a identificarse con el sexo de la madre y el padre en la medida en que éste es reconocido por ella, lo cual permitirá a los hijos situarse sexualmente. Él confirma al muchacho en su propia masculinidad y revela la feminidad de la hija.
La sociedad indiferenciada hacia la cual nos dirigimos, al desarrollar una psicología tribal, sostiene la pérdida de valor de la función paterna y el rechazo de su imagen. Los individuos padres luchan con dificultad contra esta representación social. De hecho ellos ejercen su propia paternidad ante sus hijos y son capaces de recurrir a la simbología patriarcal desde un punto de vista individual y psicológico, lo cual no ocurre en el ámbito social. Los individuos con rol de padre no pueden luchar contra el modelo predominante de la representación del padre ausente, promovido por la legislación y difundido por los medios de comunicación masiva. El padre ha salido del escenario social, y con él la función de diferenciación. La queja en orden a la supuesta ausencia del padre debe enfocarse en la perspectiva de su negación social. La mayor parte de las ideologías de la ruptura, iniciadas a partir de Marx y Marcuse, han contribuido a quererse deshacer del padre, deseo hoy día superado, que ya no corresponde a las aspiraciones actuales.
El padre puede ser considerado socialmente ausente, pero no ha dejado de estar vivo en la psicología y las relaciones de compensación. Como muy bien se repite, la función paterna puede ser ejercida por diversas personas y también por la madre. Muchos hijos viven solos con la madre sin tener perturbaciones psicológicas, simplemente porque la madre evita un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con el hijo. Ella sabe evitar confundirse con él en una relación de pareja, reconociendo el lugar del padre, y pone al hijo en relación con las demás personas, especialmente con otros hombres.
La madre es capaz de hacer funcionar el simbolismo paterno, especialmente hasta el momento en que es necesario manifestar las prohibiciones fundamentales o los límites de lo posible. En esta situación, precisamente los hijos quieren situarse entre un padre y una madre siempre que conozcan a su padre y lo frecuenten, todo esto subordinado a las capacidades futuras de hacer cumplir a otros adultos un rol paterno, al igual que en el caso de los demás niños. A veces también se observan niños solos con la mamá, que pasan el tiempo queriendo casarse con ella, como si sintieran la exigencia de diferenciarse luego de ella para que cada uno ocupe su lugar. Ellos mismos están en condiciones de recurrir a la función de terceros. Este rol puede mantenerse en el plano psicológico; pero en el contexto actual siempre se produce a título individual, sin consecuencias sociales. Ese sistema, cuando llega a ser incoherente, puede llevarnos a un callejón sin salida, que redunda en una confusión relacional y en la negación de la diferencia generacional al negarse el sentido del tercero. Una sociedad que no sabe hacer respetar a los padres, los adultos, los profesores y los educadores muestra carencias evidentes en relación con el sentido de la paternidad.
Conclusión
Las imágenes del padre han cambiado a menudo en los discursos y las representaciones sociales. El problema no reside ahí. Es al alterarse y más bien al suprimirse la figura simbólica de lo que significa el padre cuando se presenta el problema. Durante muchos años, la simbología de los sexos ha sido confusa, remitiendo a cada uno a un mundo cerrado y arrogante.
La inestabilidad afectiva de las parejas, que debilita el sentido del parentesco tanto en los adultos como en los niños, contribuye a fragilizar el vínculo social más de lo que se piensa. No es la familia lo incierto, sino las parejas contemporáneas. De hecho son los hombres y las mujeres, que no siempre saben identificar el carácter de sus sentimientos ni abordar las crisis de la relación y las etapas históricas de su vida de pareja, quienes debilitan la familia. El divorcio consensual tiene efectos perversos, al normalizar la ruptura «necesaria» en caso de conflictos. La confusión de los sentimientos conduce también a la confusión de los pensamientos y los roles. El padre es el símbolo de la prohibición del incesto, de la transmisión, de la diferencia y la alteridad, realidades que han llegado a ser insoportables en las concepciones actuales.
Hoy la función paterna tiende a confundirse con la función materna precisamente cuando, al mismo tiempo, está surgiendo un vigoroso impulso hacia descubrir la originalidad de la paternidad y su necesidad para el hombre, la esposa y el hijo. Los padres quieren ejercer su rol de mediadores y saben que los están esperando.
¿Está la sociedad preparada para ayudarlos? Ésta es la gran pregunta.